lunes, 11 de abril de 2011

Conducta antisocial y psicopatología: estudio de la evolución natural y del riesgo de desviación en una muestra de menores.Fariña, F.; Vázquez, MªJ.; Mohamed, L.; Novo, M. Departamento de Análisis e Intervención Psicosocioeducativa. U. de Vigo.

Resumen

La evolución y la progresión de las conductas antisociales desde la infancia a la adolescencia es una de las variables que se debe tomar en consideración a la hora de evaluar la carrera delictiva del menor y poder hacer un pronóstico de cara a la prevención, por ser éstas posibles predictores de futuras conductas delictivas (Farrington y West, 1990; Hoeve, Blokland, Dubas, Loeber, Gerris, Van der Lann, 2008; Redondo y Pueyo, 2007). En este sentido, la literatura recoge diversos modelos evolutivos (i.e., Loevinger, 1976) que describen la progresión de distintos patrones de conductas en etapas. 
Todo indica que el desarrollo de las conductas antisociales se produce de forma ordenada; de facto, las conductas delictivas forman parte de un patrón más amplio de desarrollo desviado que se inicia con conductas predelictivas de tipo disruptivo (Caseras, Fullana y Torrubia, 2002). Por consiguiente, la conducta delictiva sigue un proceso de evolución lineal, en el que confluyen diversos factores de riesgo a nivel biológico, psicológico-individual y sociocomunitario, que se van perpetuando y agravando con el tiempo (Arce y Fariña, 2007). 

En el presente trabajo realizaremos una primera aproximación; en concreto, ahondamos en la relación del ajuste clínico y el comportamiento antisocial en menores de alto y bajo riesgo de desviación social, además analizamos la patología clínica desde la perspectiva psicosocial del desarrollo. Para ello se ha efectuado un diseño factorial completo 2x2 (riesgo social X evolución natural), ambos con dos niveles, alto vs. bajo en riesgo social y medida 1 vs. medida 2 en la evolución natural, sobre la patología clínica. En este caso, se ha verificado que el factor natural explica el perfil patológico de los menores. Por último, se discuten los resultados y se extraen conclusiones para la prevención y el tratamiento.

Introducción

Los trabajos empíricos sobre delincuencia juvenil reconocen la conveniencia de superar los límites de la concepción legal del delito (i.e., Blackburn, 1993; Ritakallio, Kaltiala-Heino, Kivivuori, Rimpelä, 2005), advirtiendo de una diferencia significativa entre los delitos sentenciados y los cometidos (Cloutier, 1996), así como de la falta de operatividad de la dicotomía “delincuente-no delincuente”(Mirón y Otero-López, 2005), en tanto que la conducta delictiva constituye un continuo de todo un conjunto de actos de menor a mayor gravedad (Musitu, Moreno y Murgui, 2007). 
Si bien, el centrarse en la infracción penal socavaría, según Moffitt (1993), la posibilidad de comprender la conducta delictiva; en general, el concebirla como parte del constructo “conducta antisocial” permitiría, tal y como señalan Bringas (2007) y Romero, Sobral y Luengo (1999), ahondar en la complejidad de dicho fenómeno. 
Esta conceptualización da cabida no sólo a los actos estrictamente delictivos, sino también a una amplia gama de comportamientos desviados que, sin ser ilegales, se consideran dañinos para la sociedad y dan lugar a procesos de sanción dentro del sistema social. Cloutier (1996) asocia el carácter excepcional de estos comportamientos a la trasgresión de la norma social y a un riesgo para las personas implicadas. Estas conductas antinormativas, aunque legales, han cobrado una importante significación a nivel teórico (Romero, Sobral y Luengo, 1999), dado que no sólo presentan antecedentes y manifestaciones semejantes a las conductas trasgresoras de la ley, sino que además se muestran, dentro del curso evolutivo del individuo, como claros predictores del desarrollo de actividades delictivas de mayor gravedad (Hawkins, VonCleve y Catalana, 1991; Loeber y Dishion, 1983). 
Siguiendo esta tendencia surge una importante línea de análisis psicológico de la delincuencia, la criminología del desarrollo (Ezinga, Weerman, Westenberg y Bijleveld, 2008; Redondo y Pueyo, 2007), en la que se sitúa la teoría del desarrollo psicosocial de Loevinger (1976), la teoría integradora de Farrington (1996) y la teoría del modelo de Riesgo-necesidad-responsabilidad de Andrews y Bonta (2006). Con ella se introduce la carrera delictiva como instrumento para comprender, en mayor profundidad, el comportamiento antisocial (Becedoniz, Rodríguez, Herrero, Méndez, Bringas, Balaña y Paino, 2007); que se estudia en conexión con las diversas etapas vitales del individuo (Loeber, Farrington y Waschbusch, 1998). 
Esto es, se analiza la secuencia de comportamientos antisociales emitidos y los “factores” que se vinculan al inicio, al mantenimiento y a la finalización de la actividad delictiva. Todo ello indica que el desarrollo de las conductas antisociales se produce de forma ordenada; de facto, las conductas delictivas, como se ha venido refiriendo, forman parte de un patrón más amplio de desarrollo desviado que se inicia con conductas predelictivas de tipo disruptivo (Caseras, Fullana y Torrubia, 2002). Por consiguiente, la conducta delictiva sigue un proceso de evolución lineal, en el que confluyen diversos factores de riesgo a nivel biológico, psicológico-individual y sociocomunitario, que se van perpetuando y agravando con el tiempo. 
En esta línea, Arce y Fariña (2007) ofrecen una perspectiva de tratamiento que responde a dos cuestiones genéricas. En primer lugar, habrá que determinar las causas que pueden estar incidiendo en el comportamiento desviado, debiendo considerar, para ello, los factores de protección y de riesgo existentes. Y, en segundo lugar, el objeto de intervención no se limita al individuo sino también a todo lo que le puede estar afectando. Así, los ámbitos familiar, social y laboral o académico también debe ser objeto de intervención. Teniendo en cuenta lo mentado, y siendo conscientes de la exigencia de este enfoque, en el presente trabajo realizaremos una primera aproximación al estudio del comportamiento antisocial; centrándonos, en este caso, en el área biológica y, más concretamente, en el ajuste clínico del menor.

A nuestro entender, y en línea con los resultados que arroja la literatura, los factores biológicos afectan, de diferentes modos, al comportamiento social de los individuos. Como señalan Fernández-Ríos y Rodríguez (2007) la psicología está biologizando todo tipo de problemas del ser humano, entre ellos la conducta antisocial. En este sentido, los estudios han citado numerosas causas biológicas del comportamiento desviado, a saber: neuroquímicas, neuropsicológicas, influencias hormonales y neurotransmisores o lesiones cerebrales (Raine, 1993). Así, Cuellar, McReynolds y Wasserman (2006) y Roesch (2007) informan que una proporción elevada de los menores infractores muestran desórdenes mentales. 

Más aún, Sullivan, Veysey, Hamilton y Grillo (2007) aseguran que el presentar un problema de salud mental severo es un predictor estadísticamente significativo de reincidencia. Cabe matizar, que si se toma como criterio de validación las decisiones legales, sólo la patología clínica severa (básicamente psicosis y deficiencia mental) dispone de una cierta consistencia y productividad en la clasificación y predicción del comportamiento desviado de origen biológico (Arce, Fariña, Seijo, Novo y Vázquez, 2005; Torre, 1999).
En esta línea, algunas investigaciones se centran en la relación entre psicopatología y comportamiento delictivo, analizando tres niveles (Fariña, Arce y Vázquez, 2006; Novo, Vázquez y Carballal, 2005), 1) Estudio de casos, que pretende establecer si tras un comportamiento inadaptado se enmascara una patología, específicamente la psicosis (v. gr., Hodgins, Mednick, Brennan, Schulsinger y Engberg, 1996); 2) Contraste del estado clínico entre poblaciones con y sin comportamiento delictivo (Blackburn, 1993); 3) Estudio de síntomas en la población con comportamientos desviados (p.e., Taylor, 1981) y antisocial (p.e., Swanson, Borum, Swartz y Monahan, 1996). 
En suma, este enfoque etiológico entiende la psicopatología como potencial precursora de los desórdenes de conducta y del comportamiento antisocial (Arbach y Pueyo, 2007), y por consiguiente, apoya la relación entre psicopatología y competencia (Masten, Burt, Coatsworth, 2006). De facto, se confirma, en algunos trabajos (i.e., Hodgins, 1992; Hodgins y otros, 1996), que los individuos con un trastorno mental muestran más probabilidades de cometer delitos, en comparación con la población sin enfermedad mental. En este contexto, la conducta delictiva aparece asociada a la disfunción mental, en concreto a patologías tales como trastorno antisocial de la personalidad, trastorno disocial, trastorno negativista desafiante y trastorno de hiperactividad (Redondo, 2008), así como trastornos relacionados con el consumo de substancias (véase, Goldstein, Compton, Pulay, Ruan, Pickering, Stinson y Grant, 2007; Hayatbakhsh, Najman, Jamrozik, Al Mamun, Bor y Alati, 2008; Ristkari, Sourander, Ronning y Helenius, 2006). 
También puede estar vinculada a un cuadro comorbido de varios trastornos, especialmente el de depresión con abuso de sustancias, trastorno de hiperactividad y trastornos de ansiedad (Lexcen y Redding, 2002; Roesch, 2007). A este respecto, hemos de matizar que la presentación de desajustes clínicos, tal y como refieren Arce y otros (2005), puede estar mediatizada por condiciones de alto riesgo social y familiar. Al hilo de lo anterior, Arbach y Pueyo (2007) aperciben que la valoración de riesgo de delincuencia en personas con enfermedad mental requiere considerar no sólo los cambios producidos en la situación clínica, sino también en la personal y la social.

El individuo en ciertas ocasiones, puede manifestar comportamientos inadaptados debido al padecimiento de diferentes patologías. De esta manera, Arbach y Pueyo (2007) establecen que en la valoración de riesgo de delincuencia en personas con enfermedad mental, se han de tener en cuenta no sólo los cambios productivos en la situación clínica, sino también el impacto que la enfermedad puede tener en el ámbito personal y social del sujeto.

Objetivo

Ante este estado de la literatura nos planteamos una investigación con dos objetivos:
 a) Conocer si los menores de alto riesgo de desviación social y los de bajo riesgo difieren en el ajuste clínico.
b) Verificar si el ajuste clínico de los menores mejora por sí mismo en dirección a la salubridad, tal y como se espera por la propia evolución natural.

Participantes

En la primera medida de este estudio participaron un total de 405 menores de ambos géneros, de entre 10 y 13 años.
En la segunda medida, se volvieron evaluar un total de 117 varones y hembras (mortandad experimental del 71,1%) con un rango de edad que oscilaba entre los 14 y los 17 años, excluyéndose aquellos que habían superado esta franja de edad o que habían sido objeto de alguna intervención social sistemática, dado que contaminarían los resultados.

Metodología

La metodología de investigación empleada fue del tipo cuasi-experimental y en un ambiente natural.
En concreto, se planificó un diseño factorial completo 2x2 (riesgo social X evolución natural), ambos con dos niveles, alto vs. bajo en riesgo social y medida 1 vs. medida 2 en la evolución natural, sobre la patología clínica, evaluada en nueve factores: somatización, obsesivo-compulsivo, susceptibilidad, depresión, ansiedad, hostilidad, ansiedad-fóbica, ideación-paranoide y psicoticismo.

Instrumentos de medida

Para la medida de la patología clínica tomamos la escala SCL-90-R (Derogatis, 1983), que se mostró consistente internamente con los menores de nuestra muestra, obteniendo un a de ,95 para el total de la escala.
Para determinar el factor riesgo social, alto vs. bajo riesgo, se partió de la clasificación efectuada por la Administración; específicamente, por la Dirección Provincial de Educación de la Ciudad Autónoma de Melilla dependiente del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, ateniéndonos a los registros que ellos mismos manejan sobre el grado de violencia, falta de integración social, fracaso escolar y comportamientos disruptivos. 

Si bien la categoría de riesgo fue establecida por un agente externo, el uso de la evolución natural, como un factor explicativo longitudinal, se deriva tanto en términos de socialización antisocial, a través de conceptos de aprendizaje para delinquir, carrera delictiva, escala delictiva o especialización delictiva en la que se basan los diversos modelos explicativos del comportamiento antisocial y delictivo sociológico, psicosocial y psicológico y el paradigma de vulnerabilidad (i.e., Werner, 1986), como prosocial a través de la adquisición gradual de competencia social (p.e., Wallston, 1992).
Por último, el factor de agrupamiento, la evolución natural, vino definido, por la edad de los menores, la Medida 1 sin responsabilidad penal (10 a 14 años) y la Medida 2 con responsabilidad penal (14 a 18 años). Por evolución natural se entiende que los menores no fueron objeto de intervención social, comunitaria o escolar sistemática con el objeto de potenciar la protección contra la desviación social o de dotación de competencia social.

Procedimiento

Las evaluaciones se llevaron en pases colectivos con los menores de alto riesgo y bajo riesgo, tomando la primera media en 2003-2004 y la segunda en 2007-2008. Cabe señalar que se dispuso de la autorización de la Dirección Provincial de Educación de la Ciudad Autónoma de Melilla y de los Equipos Directivos de los respectivos centros educativos para aplicar las pruebas mentadas.

Resultados y discusión

Realizado un MANOVA 2 (riesgo social: alto vs. bajo) Χ 2 (evolución natural: en edad sin responsabilidad penal vs. en edad con responsabilidad penal), no mostró diferencias en la salud mental mediadas por el factor riesgo social, Fmultivariada (9, 107)=0.88; ns; eta2= ,069; 1-ß=,414, pero sí por el factor evolución natural, Fmultivariada (9,107)=3,26; p<,01; eta2= ,215; 1-ß=,975, y por la interacción de ambos, F multivariada (9,107)=2,29; p<,05; eta2= ,161; 1-ß=,885. En resumen, el factor evolución natural explica el perfil patológico de los menores, dando cuenta del 21.5% de la varianza. Además, la interacción entre los factores riesgo social y evolución natural explica el 16,1% de la varianza.

La no verificación de diferencias en la salud entre menores de riesgo y de no riesgo es de interés por varias razones. Primera, la salud mental no media en general en el comportamiento antisocial y delictivo, es decir, la biología no es, en general, un conocimiento del riesgo de desviación. Segunda, la observación de daño en la salud mental en los menores de reforma ha de interpretarse más como una secuela del tratamiento jurídico penal que como una realidad clínica, es decir, los daños en la salud mental han de entenderse en línea con el síndrome funcional de separación (v.gr. depresión, susceptibilidad interpersonal, ansiedad, hostilidad, somatización, obsesión-compulsión), y no como patología que explique el comportamiento delictivo.

Los efectos univariados, disponibles en la Tabla 1, mostraron diferencias significativas del factor evolución natural en las variables clínicas obsesión-compulsión, depresión, ansiedad, ansiedad fóbica, ideación paranoide y psicoticismo. Específicamente, la salud mental de los menores mejora por simple evolución natural tal y como se desprende de la mejora significativa en la segunda medida en obsesión-compulsión, depresión, ansiedad, hostilidad, ansiedad fóbica, ideación paranoide y psicoticismo. 

Así, los menores presentan la siguiente secuencia de evolución hacia la salubridad mental que se caracteriza por un control: a) de los pensamientos, impulsos y acciones que son experimentados como imposibles de evitar o no deseados; b) la motivación, la energía vital, el interés por la vida, merma de los sentimientos de desamparo y de los pensamientos suicidas; c) del nerviosismo, tensión, temblores, aprehensión, sentimientos de terror o ataques de pánico; d) del miedo a una persona, lugar, objeto o situación que se significa por ser irracional y desproporcionada al estímulo, y que conlleva a conductas de evitación o escape; e) de los pensamientos proyectivos, hostilidad, egocentrismo, grandiosidad, desconfianza, miedo a la pérdida de la autonomía e ilusiones; y f) del aislamiento, el estilo de vida esquizoide, la retirada, alucinaciones o desórdenes de pensamiento. En suma, en la adolescencia (>14 años) se registran mejores niveles de salud mental por lo que ésta no se puede sostener que es un facilitador del comportamiento antisocial y delictivo registrado en edades con responsabilidad penal.
Considerando estos resultados cobra sentido, a nuestro entender, la hipótesis de Roesch (2007), que sugiere la aplicación del enfoque relacional de Seidman (1983) en la conceptualización sobre la delincuencia, que indica que el estudio de la carrera delictiva ha de atender a la relación del individuo con las organizaciones e instituciones. 
En línea con este postulado, entendemos que la conducta delictiva no sólo resulta de una respuesta desadaptada, sino que también deviene de la expresión de unas condiciones personales en contextos sociales y culturales determinados. 
De esta forma, se demuestra, aún más si cabe, la necesidad de aplicar los principios genéricos de la justicia terapéutica en el ámbito penal; lo que supone, tal y como señala Brigden (2004), denotar en su intervención: 1) que la Ley influye en la rehabilitación; 2) que la rehabilitación debe dirigirse hacia el bienestar del menor; 3) que en la rehabilitación es necesario tomar decisiones autónomas; 4) que la rehabilitación ha de ser multidisciplinar y multinivel; 5) que la rehabilitación necesita ser individualizada; 6) que la rehabilitación debe ser normativa y, 7) que la rehabilitación requiere un equilibrio entre individuos y comunidad. 
Esta perspectiva psicolegal asume que la forma en la que se implementa la Ley puede aumentar, decrecer o neutralizar el efecto de bienestar en los menores en general, y en el menor infractor en particular; de este modo, el proceso judicial supone una oportunidad para promover consecuencias terapéuticas como, la autonomía individual y la protección comunitaria (Brigden, 2004), en tanto que se evita el riesgo de un daño psicológico (Wexler y Winick, 1996). Por consiguiente, los jueces y los actores legales han de intervenir con cautela, confianza y sensibilidad, transmitiendo a los menores infractores seguridad, empatía, respeto y equidad (Farrall, 2001). 
En este contexto, aunque los profesionales penitenciarios utilizan los conocimientos psicológicos para orientar el proceso judicial (Wexler, 1996), se reconoce implícitamente el valor del juicio, al tiempo que se maximiza el objetivo general de la Ley, haciendo referencia a la norma legal, al procedimiento legal y a la función de los agentes legales.

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