viernes, 14 de febrero de 2014

FACTORES DE RIESGO Y DE PROTECCIÓN DE LA CONDUCTA ANTISOCIAL. MEMORIA PARA OPTAR AL GRADO DE DOCTOR PRESENTADA POR Mª Elena de la Peña Fernández (Extracto)

Introducción
En el presente capítulo se va a mostrar cómo la conducta antisocial puede verse desencadenada por multitud de factores, subrayándose, así, su multicausalidad. Cuando se estudia un fenómeno tan complejo y envuelto en una fuerte polémica conceptual, una de las estrategias más eficaces para comprenderlo consiste en conceptualizar sus determinantes, más que como causas, como factores de riesgo.
Para Berkowitz (1996), un factor de riesgo es una condición que aumenta la probabilidad de la ocurrencia de acciones agresivas aunque no de forma invariable. Loeber (1990), por otra parte, conceptualiza estos factores como eventos que ocurren con anterioridad al inicio del problema y que predicen el resultado posterior, incrementando la probabilidad de su ocurrencia por encima de los índices básicos de la población. Esta perspectiva es la que, a juicio de Berkowitz (1996), debería adoptarse al considerar todas las condiciones que pueden promover la conducta antisocial y delictiva en jóvenes y adolescentes.

Cuando se introduce el concepto de factor de riesgo suelen realizarse una serie de aclaraciones. En primer lugar, se dice que el concepto de factor de riesgo es “probabilístico”, no determinista. El que un individuo presente factores de riesgo no implica que necesariamente vaya a desarrollar conductas problemáticas; significa únicamente que, si lo comparamos con un individuo sin esos factores, tendrá una mayor probabilidad de llegar a implicarse en esas conductas. En relación con esta idea, es necesario matizar que los factores de riesgo no llegan a tener el estatus de “causas”, es decir, son elementos predictores, pero no implican una causación directa y lineal. Por otra parte, es necesario también tener en cuenta que, hoy por hoy, ningún factor de riesgo por sí solo permite predecir adecuadamente la conducta problema. Se tiende a admitir que estos factores actúan en interrelación; las distintas variables interactúan, se modulan y se influyen entre sí. Precisamente una de las dificultades con las que se encuentra la investigación sobre este tema hace referencia a cómo se articulan entre sí las distintas variables. Se conocen muchas variables predictoras de la conducta problema y, sin embargo, se sabe relativamente poco de cómo se ordenan y se relacionan esos factores entre sí (Luengo et al., 2002).

Así, cabe suponer que diferentes factores de riesgo tienen distintos mecanismos de influencia sobre la conducta. Algunos de ellos quizás ejerzan sus efectos de un modo relativamente directo, sin mediadores: si los amigos refuerzan positivamente las conductas antisociales, el individuo podrá tener más probabilidades de llevarlas a cabo, quizás sin necesidad de ningún otro proceso intermedio. En otros casos, sin embargo, la influencia puede ser indirecta: un clima familiar deteriorado puede no incidir directamente sobre la actividad desviada, pero pueden dar lugar a que el adolescente pase más tiempo fuera de casa y tenga una mayor probabilidad de contactos con amigos problemáticos; éste sería el factor con efecto “próximo” o directo sobre la conducta desviada. En otras ocasiones, la influencia de los factores de riesgo puede ser “condicional”, es decir, pueden actuar haciendo que el sujeto sea más vulnerable a otros factores. Una baja asertividad, por ejemplo, podría facilitar la conducta antisocial no porque en sí misma induzca a ella, sino porque la baja asertividad puede hacer al sujeto más vulnerable a la influencia de los amigos.
Bien es cierto que no se pueden hacer simplificaciones con respecto a los factores específicos que codeterminan la conducta antisocial. Su complejidad, así como los distintos niveles de su influencia (biológicos, psicológicos, sociales y jurídicos), unidos a la heterogeneidad conceptual de los comportamientos antisociales, excluyen respuestas simples.

No obstante, se puede decir mucho sobre las influencias que sitúan a jóvenes y adolescentes en riesgo de emitir conductas desviadas y de los posibles mecanismos en los que operan muchas de estas influencias. La cuestión de más interés es conocer quién es más propenso a convertirse en antisocial y cuáles son los factores que conducen a tal situación.
Asimismo, pensar en términos de probabilidad sobre las condiciones que pueden potenciar la conducta violenta es útil en muchos ámbitos de la vida, incluyendo las ciencias naturales, la educación y las ciencias sociales. Para tomar una decisión en cualquiera de estas áreas es necesario considerar la probabilidad de que cierto hecho se produzca o no, y en base al conocimiento e información disponibles, estimar la probabilidad (grande, moderada o pequeña) de que el suceso se produzca realmente. De este modo, la revisión de los factores que en este capítulo se exponen permitirá hacer estimaciones razonables o afirmaciones de probabilidad sobre las condiciones que promueven la conducta antisocial.
El objetivo principal de este capítulo es, por tanto, identificar los factores que colocan a los individuos bajo riesgo de comportamiento antisocial. Este riesgo hace fundamentalmente referencia al incremento de la probabilidad de la conducta sobre los índices básicos de la población (Kazdin y Buela-Casal, 2002).

Se ha de tener en cuenta que, además de hablar de factores de riesgo de las conductas antisociales, que hacen referencia a aquellas características individuales y/o ambientales que aumentan la probabilidad de la aparición de dichas conductas o un mantenimiento de las mismas; existen los factores de protección. Un factor de protección es una característica individual que inhibe, reduce o atenúa la probabilidad del ejercicio y mantenimiento de las conductas antisociales. En este sentido, los factores de riesgo y de protección no son más que los extremos de un continuo y que un mismo factor será protector o de riesgo según el extremo de la escala en que esté situado. Así, por ejemplo, el rasgo impulsividad puede ser un factor de riesgo de conductas antisociales cuando tiene un valor elevado en los individuos, mientras que sería un factor de protección cuando su valor es muy bajo. La presencia o ausencia de los mismos no es una garantía de la presencia o ausencia de conductas antisociales respectivamente. Asimismo, a mayor número de factores de riesgo habrá mayor probabilidad de que aumente la probabilidad de aparición de conductas antisociales.

Clasificación de los factores de riesgo

Los factores de riesgo no son entidades que actúen aisladamente determinando unívocamente unas conductas sino que al interrelacionarse, predicen tendencias generales de actuación. Esto conduce a que la exposición de los principales factores de riesgo para el ejercicio de conductas antisociales se realice atendiendo a dos grandes grupos: 1) factores ambientales y/o contextuales y, 2) factores individuales. Asimismo, los factores individuales se subdividen, a su vez, en: a) mediadores biológicos y factores bioquímicos, b) factores biológico-evolutivos, c) factores psicológicos y, d) factores de socialización (familiares, grupo de iguales y escolares).

Factores ambientales y/o contextuales

La sociedad constituye el marco general donde cohabitan tanto los individuos como los grupos. Los medios de comunicación de masas, las diferencias entre zonas, el desempleo, la pobreza y una situación social desfavorecida, así como las propias variaciones étnicas, son claros factores de riesgo de cara a cometer comportamientos desadaptados y antisociales 

Los medios de comunicación de masas

Aunque en algunos momentos se ha supuesto que contemplar imágenes violentas podría incluso reducir las conductas agresivas (la llamada hipótesis de la “catársis”, Lorenz, 1966), lo cierto es que se dispone en la actualidad de una amplia evidencia sobre el efecto contrario (Bushman y Anderson, 2001; Donnerstein, 2004; Huesmann, Moise y Podolski, 1997; Huesmann, Moise, Podolski y Eron, 2003; Meyers, 2003; Wheeler, 1993).

En 1975, la comunicación especial de Rothenberg sobre el “Efecto de la Violencia Televisada en Niños y Jóvenes” alertó a la comunidad sobre los efectos perniciosos de la visión de la violencia televisiva en el normal desarrollo del niño al incrementar tanto los niveles de agresividad física como la conducta antisocial. Esta comunicación, al igual que otras procedentes de organizaciones profesionales como la Academia Americana de Pediatría o la APA (Asociación de Psicología Americana) que llegaban a similares conclusiones, estaba fundamentada en los resultados obtenidos por la Comisión Nacional sobre las “Causas y Prevención de la Violencia” (Baker y Ball, 1969) y en el Informe sobre “Televisión y Desarrollo: El Impacto de la Violencia Televisada” (Surgeon General’s Scientific Advisory Committee on Television and Social Behavior, 1972). Con posterioridad, estos resultados fueron reforzados por el informe del Instituto Nacional de Salud Mental: “Televisión y conducta: Diez años de progreso científico e implicaciones para los ochenta” (Pearl, Bouthilet y Lazar, 1982) en el que, de nuevo, se exponía un amplio consenso desde la literatura científica acerca de que la exposición a la violencia televisiva incrementaba la agresividad física exhibida por niños y adolescentes (Brandon, 1996).

Es por ello que se ha hecho necesario regular legalmente cuales deben ser los programas, contenidos y horarios de emisión de la programación infantil. Para ello, la Ley 25/1994, del 12 de Julio, incorpora al ordenamiento jurídico español, la Directiva de la Unión Europea de 1989 sobre la coordinación de disposiciones legales, reglamentarias y administrativas de los Estados miembros, relativas al ejercicio de actividades de radiodifusión televisiva, siendo el artículo 17 de dicha ley, el que se refiere expresamente a la protección de los menores frente a la programación (Vázquez, 2003).

De esta forma, el estudio científico de los efectos perniciosos de la observación de la violencia en la televisión fue desarrollándose hasta quedar conceptualizado hoy en día como un importante factor de riesgo del comportamiento agresivo (Donnerstein, 2004). Entendiendo éste como un conjunto de condiciones presentes en el individuo o en el ambiente que producen un aumento en la probabilidad de desarrollar un determinado problema como es, en este caso, la conducta violenta (Donnerstein, 1998; Drewer, Hawkins, Catalano y Neckerman, 1995; Huesmann et al., 2003; Lefkowitz, Eron, Walder y Huesmann, 1977; Meyers, 2003); llegando a conformarse lo que hoy en día se denomina la Teoría del Efecto Causal entre la visión de la violencia televisiva y la conducta agresiva. Aunque no hay suficiente evidencia empírica que la apoye (Freedman, 1984; Lynn, Hampson y Agahi, 1989), según Björkqvist (1986), la mayor parte de ésta parece estar a favor de la Teoría del Aprendizaje Social que postula que la observación de imágenes violentas provoca un incremento de la conducta agresiva debido a un proceso de aprendizaje por condicionamiento instrumental vicario (Bandura, 1973).

Del Barrio (2004b) señala que para explicar la acción de la televisión sobre la aparición de la agresión se recurre a varias teorías: 1) identificación, mediante aprendizaje vicario, 2) desensibilización, inhibiendo la respuesta de desagrado innata hacia la agresión y, 3) las condiciones personales, temporales, familiares y ambientales en las que el niño ve la televisión. Así, los mecanismos psicológicos a través de los cuales la observación de violencia televisada puede llegar a facilitar la expresión de la conducta agresiva o antisocial, implican el aprendizaje, por parte de los jóvenes, de que determinados tipos de agresión o violencia están justificados o son más aceptados bajo determinadas circunstancias, legitimando así la agresión a través de la violencia observada en los medios de comunicación (Watt y Krull, 1977). La exposición a la violencia incrementaría, por tanto, el nivel de tolerancia, enseñando a los niños observadores a elevar el nivel de la conducta agresiva considerada como “aceptable” (Donnerstein, Slaby y Eron, 1994; Drabman, Thomas y Jarvie, 1977; Huesmann y Miller, 1994; Huesmann, et al., 1997; Huesmann et al., 2003; Livingstone, 1996; Meyers, 2003; Molitor y Hirsch, 1994; Schneider, 1994) hasta llegar a relacionarse con la aparición de comportamientos altamente violentos, como puede ser el homicidio (Bushman y Anderson, 2001; Heide, 2004; Wheeler, 1993).

Entre la gran cantidad de factores que han sido analizados en diversas investigaciones con objeto de determinar los efectos de la observación de la televisión violenta en el comportamiento agresivo, caben destacar el carácter justificado o injustificado de ésta (Andreu, Madroño, Zamora y Ramírez, 1996; Berkowitz y Powers, 1979; Peña, Andreu y Muñoz-Rivas., 1999), la visión de la violencia recompensada o castigada y la presencia de armas (Paik y Comstock, 1994), la identificación personal con la agresión y sus consecuencias (Rowe y Herstand, 1986), las actitudes y creencias normativas hacia la agresión interpersonal y la visión de la lencia televisada (Huesmann, Eron, Czilli y Maxwell, 1996; Walker y Morley, 1991), la identificación personal con los personajes agresivos (Huesmann et al., 1984, 2003), las atribuciones y la evaluación moral de los perpetradores de la violencia (Rule y Ferguson, 1986) y la valoración de la agresión observada; especialmente relevante cuando definimos el límite entre la agresión aceptada y la agresión censurable (Mustonen y Pulkkinen, 1993). Asimismo, como ya señaló Gunter (1985), el contexto moral del comportamiento debe ser un factor más a considerar ya que es un importante mediador en la percepción de la conducta antisocial.

Un trabajo reciente llevado a cabo por Huesmann et al. (2003) muestra que los niños que ven televisión violenta tienen una conducta más agresiva 15 años más tarde en comparación al grupo control, afectando más a los hombres que a las mujeres y a los niños más que a los adolescentes o a los adultos. Meyers (2003) encuentra resultados en la misma dirección, añadiendo cómo la agresión futura correlaciona más fuertemente con aquellos sujetos que previamente tenían altos niveles de agresión. En la misma investigación se encuentra que la educación paterna y el éxito escolar son las variables que presentan una mayor correlación negativa con la agresión y con ver televisión violenta, tanto en niños como en niñas, pudiendo ser consideradas como los factores de protección más importantes para estas variables.
 Entre las últimas investigaciones sobre el tema, se ha encontrado otro efecto indeseable de la violencia televisiva, hasta ahora menos estudiado, como es la influencia que tiene en sujetos que no son agresivos. Parece ser que la visión de escenas violentas incrementa en ellos el miedo a ser víctima y temor a ser agredido en el mundo real y, este miedo, les puede llegar a convertir en objetivos de la agresión de compañeros agresivos o violentos (Del Barrio, 2004b; Donnerstein, 2004).


 Diferencias entre zonas, comunidad y barrios

 Quizás sean los estudios desarrollados por los representantes de la Escuela de Chicago (Burguess, Mckenzie, Thrasher, Shaw y McKay), dentro del marco teórico de las “Teorías Ecológicas”, los primeros en demostrar que la delincuencia era producida por la ciudad, e incluso cabía apreciar la existencia de áreas muy definidas, como la zona de fábricas, ferrocarriles, oficinas y almacenes del centro de la ciudad, suburbios, barrio chino; es decir, demostraron que la criminalidad aumentaba cuanto más se aproximaba al centro de la ciudad y a la zona industrializada (García-Pablos, 2001).
 Parece evidente, desde un punto de vista social, que hay diferentes zonas en las que es más probable encontrar altos niveles de delincuencia. Hope y Hough (1988) y Mayhew, Aye Maung y Mirrless-Black (1993), por ejemplo, relacionan los índices de delincuencia con tres tipos de zonas: 1) sub-zonas de alto nivel en las zonas céntricas deprimidas de las ciudades (incluiría las casas de los ricos y las zonas de edificios de propiedad privada en ocupación múltiple); 2) zonas multirraciales que se corresponden con viviendas privadas en alquiler; y 3) complejos urbanísticos de subvención municipal en alquileres más reducidos/pobres, ubicados en zonas céntricas deprimidas o en el anillo exterior.

Es posible, por ejemplo, establecer un paralelismo en cualquier ciudad española con el estudio británico expuesto. Sirvan de ejemplo los registros de los barrios con altos índices de delincuencia juvenil aportados por González (1987) en Madrid y Barcelona. Así, en Madrid el orden de mayor a menor delincuencia sería: Canillejas, San Blas, Orcasitas y Vallecas; y en Barcelona, Las Ramblas o La Mina.
Numerosos estudios señalan que las características de los barrios influyen en un mayor desarrollo de violencia tanto en adultos como en niños y por igual en ambos sexos (Farrintong, Sampson y Wikström, 1993; Hawkins et al., 1999; Kupersmidt et al., 1995; Sampson y Lauritsen, 1994; Sampson, Raudenbush y Earls,1997; Scott, 2004; Tremblay et al., 1997). Simcha-Fagan y Schwartz (1986), se centraron en el estudio de los efectos contextuales del barrio en la delincuencia y encontraron que el nivel económico de la comunidad, la subcultura de criminalidad y la desorganización comunitaria, se relacionaban significativamente con la delincuencia registrada oficialmente.

Stouthamer-Loeber et al. (1993) apuntan que cuando la pobreza del barrio es extrema, el riesgo de que se produzca violencia urbana es muy alto. De la misma forma, algunos autores ponen en evidencia que los barrios más desfavorecidos están asociados a una mayor presencia de sucesos vitales estresantes y, a su vez, a una mayor presencia de conductas agresivas en los jóvenes. Attar, Guerra y Tolan (1994), confirman esto en sus investigaciones.
En comparación con los jóvenes que vivían en otros barrios más favorecidos, éstos estaban expuestos a mayores sucesos estresantes, lo que provocaba un aumento de comportamientos agresivos constatados por el profesor durante el periodo de un año. Asimismo, es muy posible también que las condiciones de una vida estresante derivada de vivir en un barrio desfavorecido, que provoca incomodidades para los niños y muchos problemas a los padres, les dificulte la tarea de criar a sus hijos de un modo constructivo (Scott, 2004).

Pero el tipo de barrio también afecta en la edad de comienzo de las conductas antisociales de los chicos. Loeber y Wikström (1993) encontraron que aquellos barrios peores o más desfavorecidos se caracterizaban por un inicio más temprano de los comportamientos antisociales y violentos (10-12 años) respecto a otros barrios. Estos resultados también fueron confirmados por Sommers y Basking (1993).
Sampson y Lauritsen (1994), se han dirigido hacia la búsqueda de relaciones entre diversas características de los barrios y las tasas de crímenes violentos, incluyendo: rotación y cambios de comunidad, heterogeneidad en la composición racial, densidad habitacional y poblacional y desorganización social comunitaria. Los hallazgos sugieren que la desorganización social y los cambios comunitarios son los que más contribuyen a incrementar las tasas de violencia dentro de una comunidad.

Maguin et al. (1995), en el Proyecto de Desarrollo Social de Seatle, estudian prospectivamente en una muestra de adolescentes de 18 años, la influencia de diferentes variables relacionadas con el barrio o la comunidad sobre la delincuencia.
En primer lugar, evaluaron la influencia de la desorganización de la comunidad a través de una escala autoinformada de 6 items que evaluaba la percepción que tenían los adolescentes sobre su barrio entre los 14 y los 16 años, encontrando una mayor variedad de actos violentos a los 18 años en aquellos jóvenes que crecieron en barrios desorganizados. En los mismos sujetos se midió el grado de vinculación hacia el barrio a las edades de 10, 14 y 16 años a través de autoinformes, resultando ser dicho factor menos predictor de la violencia que haber vivido en una comunidad desorganizada.
En segundo lugar, evaluaron la influencia de vivir en un barrio donde existiera una alta accesibilidad a las drogas. Dicha variable se midió a través de una escala autoinformada de tres items que evaluaba la disponibilidad de los estudiantes a la marihuana a los 10 años y a la marihuana y a la cocaína a los 14 y 16 años. Los resultados mostraron que una mayor disponibilidad de drogas durante la niñez y la adolescencia predecía una mayor variedad de comportamientos violentos a los 18 años.
En tercer lugar, y en relación con la existencia de comportamientos delictivos llevados a cabo por adultos dentro de la comunidad, encontraron que los niños que conocían a una mayor cantidad de adultos que vendían drogas o que participaban en alguna otra actividad ilegal dentro del barrio, tenían una mayor probabilidad de involucrarse en comportamientos violentos a los 18 años. De la misma forma, Thornberry, Huizinga y Loeber (1995) y Paschall (1996), encuentran mayor prevalencia de comportamientos violentos autoinformados a la edad de 16 y 14-18 años respectivamente, en aquellos adolescentes que estuvieron expuestos a la violencia o a la delincuencia en sus barrios o comunidad.

Otros resultados a favor de la relación entre las características del barrio y la comunidad y la conducta antisocial son los ofrecidos por Brewer, Hawkins, Catalano y Neckerman (1995), encontrando que una baja vinculación hacia el barrio y la desorganización en la comunidad, la disponibilidad de drogas y armas de fuego, la exposición a violencia tanto en el barrio como en los medios, la exposición a prejuicios raciales y la existencia de leyes y normas comunitarias que favorecen la violencia son factores que pueden influir en la aparición de la violencia individual. De la misma forma, Herrenkohl et al. (2001), encuentran nuevamente, que una baja vinculación hacia el barrio y ser varón, serían los factores de riesgo más directos hacia el desarrollo posterior de la conducta antisocial.
Guerra, Huesmann y Spindler (2003) sugieren en su estudio que el ser testigo de violencia dentro la comunidad influye en el comportamiento agresivo de los niños a través de la imitación y el desarrollo de cogniciones favorables a la violencia a medida que los niños se hacen mayores.

En el estudio realizado por Sampson et al. (1997) se demostró que el grado de cohesión social y los mecanismos de control informal existentes entre los vecinos, eran factores determinante para la prevención de la violencia, incluso en los barrios más pobres.
Así también, mudarse de un barrio desfavorecido a otra zona mejor, reduciría los comportamientos antisociales (Scott, 2004). Eamon (2001) encuentra, como otro factor protector, que cuando se vive en una barrio de alto riesgo, las prácticas educativas parentales de carácter autoritario reducían la futura conducta antisocial de sus hijos.
Otros estudios han focalizado su atención en buscar relaciones entre la conducta antisocial y el pertenecer a entornos urbanos o rurales (Elliot, Huizinga y Menard, 1989; Farrington, 1989b; Hawkins et al., 1999). Así, estudios recientes apuntan que a pesar de no encontrar una vinculación directa entre el tipo de hábitat (rural y urbano) y los comportamientos antisociales, existen otros factores observados en sus resultados que podrían hablar de un proceso de socialización defectuoso y ser estos los culpables indirectos de la aparición de dichas conductas, estos serían la escasa tendencia altruista (Holahan, 1996) y un menor grado de consideración hacia los demás (Arce, Seijo y Novo, 2004) encontrados en mayor proporción en individuos de ambientes urbanos frente a los rurales.

 El desempleo

 Parecen también evidentes las relaciones que existen entre la falta de empleo y la delincuencia. Farrington et al. (1986), en un estudio longitudinal de chicos procedentes de zonas deprimidas de Londres, encontraron resultados interesantes respecto al desempleo. La investigación arrojó tres resultados importantes: 1) los jóvenes que llevaban al menos tres meses parados cometieron casi tres veces más delitos que el muestreo en su conjunto; 2) el índice de delitos se incrementó cuando estaban sin trabajo; y 3) el efecto del desempleo en la delincuencia sólo era evidente en aquellos chicos con un alto índice anterior de delincuencia.
Podría suponerse que la experiencia del desempleo hiciese más probable el que los individuos antisociales robasen con más frecuencia, siendo el efecto del desempleo relativamente inmediato. Sampson y Laub (1993) apuntan la probabilidad de que el efecto del desempleo sea más a largo plazo, provocando una reducción de los vínculos de la persona con la sociedad y sus valores, lo que podría explicar que en muchos casos no existiera una estrecha relación temporal entre las épocas de desempleo y los índices de delincuencia.

Fergusson, Lynskey y Horwood (1997a), en el estudio longitudinal de Christchurch, compararon las prevalencias de delincuencia en jóvenes de 17 y 18 años con el tiempo que habían permanecido desempleados entre los 16 y 18 años. Los resultados apuntaron claras diferencias, encontrando que el 11-12% de los chicos condenados habían estado desempleados durante un periodo de menos de seis meses sin embargo, la prevalencia de delincuentes aumentaba al 19,7% a la misma vez que lo hacía el tiempo de desempleo, siendo en este caso más de seis meses. Por contra, sólo el 2,2% de los chicos empleados habían sido condenados por delito.
Rutter et al. (2000) concluyen, al respecto, que el desempleo predispondría a un incremento de las actividades delictivas protagonizadas por aquellos individuos que ya tenían un alto riesgo debido a su propia conducta anterior, características y antecedentes psicosociales. No obstante, añade que no se sabe mucho de los mecanismos implicados y se necesitan más estudios al respecto que ayuden a entender mejor la influencia de dicho factor sobre el desarrollo de la conducta antisocial.

La pobreza y/o situación social desfavorecida

 La mayoría de las teorías sociológicas sobre los factores determinantes de la delincuencia tienen como punto de partida el que la mayoría de los delincuentes proceden de un medio socialmente desfavorecido (Rutter y Giller, 1983).
Los indicadores de la desventaja socioeconómica como la pobreza extrema y el hacinamiento, se han asociado repetidamente con el incremento del riesgo de exhibir conductas antisociales por parte de los adolescentes (Evans, 2004; Farrington et al., 1990; James, 1995; Pfeiffer, 1998, 2004; Pfeiffer, Brettfeld y Delzer, 1997; Wilmers et al., 2002). De la misma forma, Mayor y Urra (1991) y West (1982) señalan que existe una relación significativa entre la emisión de conductas antisociales y las clases sociales más bajas.
Sin embargo, la interpretación de estos datos es bastante compleja, posiblemente debido a la asociación que existe entre estas clases sociales y otras variables como el tamaño de la familia, el hacinamiento y/o la poca atención prestada a los niños, que constituyen otros factores de riesgo. Cuando el efecto de estos factores han sido controlados, se ha visto como la clase social muestra poca o ninguna relación con la conducta antisocial (Robins, 1978; Wadsworth, 1979). Sin embargo, Elliott et al. (1989) encontraron entre los jóvenes urbanos pertenecientes a la Investigación Nacional Juvenil de los Estados Unidos, que la prevalencia autoinformada de asaltos con intimidación y robos, era el doble de alta en los jóvenes pobres y de clase media.

Farrington (1989a) en su estudio de Cambridge sobre el desarrollo de la delincuencia en Londres, encontró que los bajos ingresos económicos en la familia a la edad de 8 años, predecía la violencia posterior y los arrestos por faltas violentas en los jóvenes. En Estocolmo (Wikström, 1985), en Copenhaguen (Hogh y Wolf, 1983) y en Nueva Zelanda (Henry et al., 1996) se han obtenido resultados similares. En comparación con los datos longitudinales de Londres, en el estudio con jóvenes de Pittsburgh, encontró que el pertenecer a familias que dependían de la beneficiencia aumentaba significativamente los niveles de conducta violenta.
 Otros estudios a nivel comunitario han considerado cómo la pobreza contribuye al desarrollo de la violencia. Por ejemplo, Smith y Jarjoura (1988) encontraron que las comunidades que se caracterizaban por su pobreza y por una rápida rotación de la población tenían tasas de crímenes significativamente mayores en comparación con áreas pobres, pero estables o áreas de alta rotación, pero con mayores ingresos económicos (Sampson y Lauritsen ,1994).
Conger et al. (1994) encuentran que la presión económica afecta a la conducta antisocial, pero indirectamente, ya que estaría mediada por la depresión de algún progenitor, conflicto matrimonial u hostilidad de los progenitores. Un año más tarde Conger, Patterson y Ge (1995) analizaron el efecto de la tensión familiar en un estudio longitudinal, medido a través de una bajada en los ingresos o por enfermedad o lesión grave. Los efectos del estrés familiar estaban modulados por la depresión de los padres y la deficiente disciplina por parte de éstos. No obstante, hay que señalar que los conceptos de presión económica y de tensión familiar estaban definidos de forma general, hallándose una relación con la conducta antisocial muy débil.

Otros resultados a favor de la relación entre la situación social desfavorecida y la conducta antisocial son los ofrecidos por Pfiffner, McBurnett y Rathouz (2001), quienes hallaron un mayor índice de conducta antisocial en familias en las que el padre biológico no estaba en casa, correlacionando este hecho con el bajo estatus socioeconómico. La relación se invertía en aquellos casos en los que el padre sí que estaba en el hogar.
 Dos estudios realizados en Alemania, el de Wetzels, Enzmann, Mecklenburg y Pfeiffer (2001) y Wilmers et al. (2002), ponen en evidencia un mayor prevalencia de violencia juvenil en grupos de extranjeros o inmigrantes, especialmente los de origen turco y yugoslavo, siendo éstos, los que habían sufrido un aumento de pobreza y desarraigo social mayor. Eamon (2001) señala que la relación encontrada en su estudio entre la conducta antisocial y la pobreza, estaba mediada por la influencia de la presión de los pares y vivir en un vecindario problemático.

Del Barrio (2004b) señala que no hay que olvidar que las clases sociales más bajas acumulan más factores de riesgo que hacen que se produzca un incremento de las conductas violentas y agresivas. El nivel de educación es más bajo por lo que no tienen acceso a una profesión segura, lo que les provocará niveles altos de frustración y la tentación de tomar por la fuerza lo que no se puede conseguir de otro modo. En un reciente trabajo, Evans (2004) demuestra cómo los bajos ingresos económicos correlacionan con un cúmulo de carencias de otro orden, entre las cuales estarían: menos supervisión de tareas escolares, más horas de televisión, menos acceso a libros y ordenadores, más familias rotas o desestructuradas, más violencia en el hogar, menos responsabilidad paterna y más autoritarismo, menos seguridad policial en los barrios, peores escuelas, menos recursos de ocio controlado, entornos más ruidosos y contaminados y peor salud.

Finalmente, Gelles y Cavanaugh (2004) señalan que la situación económica y las desigualdades son dos de los factores sociales más importantes vinculados con la violencia por varias razones. En primer lugar, por ser un poderoso estresor vital. En segundo lugar, por correlacionar con otra serie de estresores vitales como pueden ser el desempleo, la enfermedad, la carencia de una vivienda digna, la falta de asistencia sanitaria, factores que se agravan si además viven en vecindarios con un alto grado de delincuencia. Y en tercer lugar, porque puede influir a nivel psicológico, como señala Gilligan (1996), una persona que se encuentra en una situación de deprivación como es la pobreza, puede generar sentimientos de vergüenza e inferioridad que potencien aún más la aparición de la conducta antisocial.

Las variaciones étnicas

Las variaciones étnicas también se han postulado como factor de riesgo del comportamiento antisocial. A pesar de que los registros oficiales casi siempre reflejan la existencia de diferencias en los índices de delincuencia entre personas de diferentes etnias o razas, preferentemente en grupos minoritarios o inmigrantes socialmente marginados, lo cierto es que no hay que olvidar que éstos resultados pueden estar sesgados al menos por dos motivos, por un lado, llaman más la atención de la policía, por lo que son más arrestados (Hagan y Peterson, 1995; Mann, 1993)y por otro, parece que la raza o la etnia influye más sobre la decisión de los jueces a inculparlos (Pope y Feyerherm, 1993; Tonry, 1995). Los estudios que evalúan la prevalencia de conducta antisocial de forma autoinformada, no encuentran diferencias significativas entre diferentes razas (Farrington et al., 1996a). Parece ser que lo que si se evidencia en algunos estudios es que existen diferentes patrones de comportamiento antisocial entre la raza blanca y negra (LaFree, 1995). Así, parece que los sujetos de raza negra son más arrestados por delitos relacionados con el robo, homicidio involuntario y crímenes violentos, mientras que los blancos son más arrestados por el resto de los delitos (Snyder y Sickmund, 1995).

El FBI afirma en su informe del año 2002 que los varones jóvenes de raza negra (de entre 18 y 24 años) presentan las tasas más altas de homicidio, siendo sus víctimas habituales otros varones jóvenes de raza negra. Otros grupos minoritarios residentes en Estados Unidos como los indios americanos o nativos de Alaska, también presentan altas tasas de violencia (Gelles y Cavanaugh, 2004). Pero como añade este autor, la interpretación de estos datos no debe olvidar que los grupos minoritarios presentan mayor probabilidad de atraer más la atención de las autoridades oficiales, de recibir una sanción, o de tener problemas económicos.
Sin embargo, aún controlando los factores pobreza o los ingresos las diferencias siguen apareciendo. Hampton, Carrillo y Kim (1998) hablan de la existencia de otros estresores a los que estarían sometidos estos grupos minoritarios y que podrían explicar dicha diferencia, entre otros, estarían el desempleo, la desestructuración familiar, la densidad de población y la discriminación individual e institucional.

De la misma forma, otros autores señalan que factores tales como el desempleo, la pobreza, los factores familiares de riesgo, normas culturales legitimadoras hacia la violencia o alguna combinación interfactorial, subyacerían a las diferencias encontradas en sus estudios (Pfeiffer, 1998, 2004; Wetzels et al., 2001; Wilmers et al., 2002). Así, el estudio de Peeples y Loeber (1994) halla que el índice de delincuencia de los afroamericanos que vivían en zonas que no eran de clase marginada no difería del de los blancos.
Por otra parte, McCord y Ensminger (1995) encontraron, en una muestra de estudiantes afroamericanos del estudio de Woodlawn, relaciones entre comportamientos violentos y haber sido víctima de discriminación racial, incluyendo haber tenido problemas para encontrar trabajo y casa. Asimismo, quienes informaron de estos incidentes de discriminación racial eran más violentos de adultos que los que no habían sido víctimas de estos prejuicios sociales.

1.    Medios de comunicación de masas

2Baker y Ball, 1969;Pearl et al., 1982; Brandon, 1996. Lefkowitz et al., 1977; Drewer et al.,1995 Donnerstein, 1998, 2004; Huesmann et al., 2003; Meyers, 2003
Bandura, 1973; Björkqvist,1986 Watt y Krull, 1977 Drabman et al., 1977 Molitor1994; Schneider,1994. Berkowitz y Powers, 1979; Andreu et al., 1996; Peña et al., 1999
 Rowe y Herstand, 1986  Paik y Comstock, 1994  Walker y Morley, 1991; Huesmann et a 1996 Huesmann et al., 1984; 200 Rule y Ferguson, 1986
Mustonen y Pulkkinen, 1993Griffiths, 1997 Huesmann et al., 2003Meyers et al., 2003 Wheeler, 1993;Bushman y Anderson, 2001;Heide, 2004 Del Barrio, 2004b;Donnerstein, 2004
   
La exposición a la violencia televisiva incrementa tanto la  agresividad física infantil como la conducta antisocial.
La observación de violencia televisada es un factor de riesgo para el comportamiento agresivo futuro.
La observación de imágenes violentas provoca un incremento de la conducta agresiva debido a un proceso de aprendizaje por condicionamiento instrumental vicario.
La exposición a la violencia incrementaría el nivel de tolerancia y enseñaría a los niños observadores a elevar el nivel de conducta antisocial considerada como aceptable
El carácter justificado o injustificado de las escenas violentas observadas determina el comportamiento agresivo final
La identificación personal con la agresión y sus consecuencias determina el comportamiento agresivo final
La visión de violencia recompensada o castigada y la presencia de armas determina el comportamiento agresivo final
Las actitudes y creencias normativas hacia la agresión interpersonal y violencia televisada, determinan el comportamiento agresivo final
La identificación personal con los personajes agresivos, determina el comportamiento agresivo final
Las atribuciones y evaluación moral de los perpetradores de la violencia determina el comportamiento agresivo final
La valoración de la agresión observada, como aceptada o censurables, determina el comportamiento agresivo final
Las nuevas tecnologías permiten acceder fácilmente a material violento y pornográfico. Esta variante de la conducta de juego excita fisiológicamente al individuo reforzando su conducta futura y predisponiendo para el desarrollo de un amplio abanico de conductas antisociales
La observación infantil de violencia televisada predice más conductas agresivas a los 15 años en varones y adolescentes, que en mujeres o adultos.
Añade que la agresión futura será más fuerte en aquellos sujetos que previamente eran más agresivos
La exposición a violencia ha llegado a relacionarse con la aparición de comportamientos suicidas.
La visión de escenas violentas incrementa el miedo a ser víctimas y temor a ser agredido en el mundo real, lo que los convierte en claros objetivos de compañeros agresivos.

2. Diferencias entre zonas, comunidades y barrios.

Simcha-Fagan y Schwartz, 1986 Hope y Hough, 1988; Mayhew, 1993 González, 1987
Stout-hamer-Loeber et al., 1993  Attar et al., 1994 Sampson y Lauritsen, 1994 Maguin et al., 1995; Brewer et al., 1995 Thornberry, Huizinga y Loeber, 1995 y Paschall,1996
Herrenkohl et al., 2001 Guerra, Huesmann y Spindler, 2003 Scott, 2004
Sampson, Raudenbush y Earls,1997; Eamon, 2001; Scott, 2004

El nivel económico de la comunidad y la subcultura de criminalidad y desorganización comunitaria del barrio, se relacionaban significativamente con la delincuencia registrada oficialmente.
La delincuencia se relaciona con zonas no de alto nivel en las zonas céntricas deprimidas de las ciudades, zonas multirraciales que suelen ser viviendas privadas en alquiler y complejos urbanísticos de subvención municipal.
Recoge registros de diferentes ciudades españolas. En Madrid las zonas de mayor delincuencia son: Canillejas, San Blas, Orcasitas, Vallecas...; y en Barcelona: Las Ramblas y La Mina.
Cuando la pobreza del barrio es extrema, el riesgo de que se produzca violencia urbana es muy alto.

Los barrios más desfavorecidos están asociados a una mayor presencia de sucesos vitales estresantes y, a su vez, a una mayor presencia de conductas agresivas en los jóvenes.
La desorganización social y los cambios comunitarios son los que más contribuyen a incrementar las tasas de violencia dentro de una comunidad.
Encuentran mayor prevalencia de comportamientos violentos en aquellos adolescentes que crecieron en barrios desorganizados,  con alta accesibilidad a drogas, alta violencia, baja vinculación al barrio, disponibilidad de armas.
Encuentran mayor prevalencia de comportamientos violentos en  aquellos adolescentes que estuvieron expuestos a la violencia o a la delincuencia en sus barrios o comunidad.
Encuentra que una baja vinculación al barrio y ser varón como los factores de riesgo más directos de las conductas antisociales futuras.
El ser testigo de violencia dentro la comunidad influye en el comportamiento agresivo de los niños a través de la imitación y el desarrollo de cogniciones favorables a la violencia a medida que los niños se hacen mayores.
Las condiciones de una vida estresante derivada de vivir en un barrio desfavorecido, provoca incomodidades para los niños y muchos problemas a los padres y les dificulte la tarea de criar a sus hijos de un modo constructivo.
El grado de cohesión social y los mecanismos de control informal existentes entre los vecinos, mudarse de un barrio desfavorecido a otra zona mejor y las prácticas educativas parentales de carácter autoritario eran factores determinante para la prevención de la violencia.

3. El desempleo

Farrington et al., 1986 Sampson y Laub, 1993 Fergusson, Lynskey y Horwood,
1997a. Rutter y cols, 2000
Los jóvenes que llevaban tres meses desempleados cometieron el triple de delitos mientras estuvieron empleados. Asimismo, el índice de delitos se incrementaba cuando estaban en el paro.
Pero este efecto del desempleo sólo era evidente cuando el joven tenía un elevado índice anterior de delincuencia
Apuntan la probabilidad de que el efecto del desempleo sea más a largo plazo, provocando una reducción de los vínculos de la persona con la sociedad y sus valores, lo que podría explicar que en muchos casos no existiera una estrecha relación temporal entre las épocas de desempleo y los índices de delincuencia.
Encontraron que el 11-12% de los chicos condenados habían estado desempleados durante un periodo de menos de seis meses sin embargo, la prevalencia de delincuentes aumentaba al 19,7% a la misma vez que lo hacía el tiempo de desempleo, siendo en este caso más de seis meses. Por contra, sólo el 2,2% de los chicos empleados habían sido condenados por delito.
El desempleo predispone al incremento de las conductas delictivas en individuos que ya tienen un alto riesgo por su propia conducta y características.

4. La pobreza y/o situación social desfavorecida

Rutter y Giller, 1983 Robins y Ratcliff,1979; Bursik y Webb, 1982; Farrington et al., 1990; Wilmers et al., 2002; Pfeiffer, 2004; Evans, 2004. West, 1982; Mayor y Urra, 1991 Robins, 1978; Wadsworth, 1979 Hogh y Wolf, 1983; Wikström, 1985; Farrington, 1989a;Henry et al., 1996 Conger et al., 1994; Conger et al., 1995 Garret y cols, 1994
Pfiffner et al., 2001 Del Barrio, 2004b; Evans, 2004 Gelles y Cavanaugh, 2004

La mayoría de los delincuentes proceden de un medio socialmente desfavorecido
La desventaja socioeconómica como la pobreza extrema y el hacinamiento, se han asociado repetidamente con el incremento del riesgo a exhibir conductas antisociales por parte de los adolescentes
Existe una relación significativa entre la emisión de conductas antisociales y las clases sociales más bajas
Cuando el efecto de factores asociados a la clase social baja (tamaño familia, hacinamiento) han sido controlados, se ha visto como la clase social muestra poca o ninguna relación con la conducta antisocial
Los bajos ingresos económicos o el pertenecer a familias que dependían de la beneficiencia predecía la violencia posterior y los arrestos por faltas violentas en los jóvenes.
La presión económica ejerce un efecto indirecto sobre la conducta antisocial, mediado por la depresión de algún progenitor, el conflicto matrimonial y la hostilidad de los
progenitores. El estrés familiar estaría mediado por la depresión parental y una deficiente disciplina.
El alivio de la pobreza aporta beneficios al funcionamiento familiar y reduce la aparición de conducta antisocial.
Mayor índice de conducta antisocial en familias en que el padre no está en caso, correlacionando con un bajo estatus socioeconómico. La relación se invertía cuando el padre sí estaba en casa
Las clases sociales más bajas acumulan más factores de riesgo que hacen que se produzca un incremento de las conductas violentas y agresivas.
La situación económica y las desigualdades son dos de los factores sociales más importantes vinculados con la violencia por varias razones: por ser un poderoso estresor vital, por correlacionar con otra serie de estresores vitales como pueden ser el desempleo, la enfermedad, la carencia de una vivienda digna, la falta de asistencia sanitaria, factores que se agravan si además viven en vecindarios con un alto grado de delincuencia y porque puede influir a nivel psicológico.

5. Las variaciones étnicas

Rutter et al., 2000 Peeples y Loeber, 1994 McCord y Ensminger, 1995 Snyder y Sickmund, 1995 Farrington et al., 1996a. Wetzels et al., 2001; Wilmers et al., 2002; Pfeiffer, 1998, 2004 Gelles y Cavanaugh, 2004

Hay diferencias en los índices de conducta antisocial entre personas de diferentes etnias (a favor de las minoritarias). Esto estaría mediado por factores como desempleo, factores familiares, etc.
El índice de delincuencia de los afroamericanos que vivían en zonas no marginales no difería del de los blancos
Encontraron relaciones entre comportamientos violentos y haber sido víctima de discriminación racial, incluyendo haber tenido problemas para encontrar trabajo y casa.
Los sujetos de raza negra son más arrestados por delitos relacionados con el robo, homicidio involuntario y crímenes violentos, mientras que los blancos son más arrestados por el resto de delitos.
No encuentran diferencias significativas entre diferentes razas
Factores tales como el desempleo, la pobreza, los factores familiares de riesgo, normas culturales legitimadoras hacia la violencia o alguna combinación interfactorial, subyacerían a las diferencias encontradas entre etnias.
Los grupos minoritarios presentan mayor probabilidad de atraer más la atención de las autoridades oficiales, de recibir una sanción o de tener problemas económicos, motivos por los cuales los datos estadísticos hay que tomarlos con cautela.

Factores individuales

Hasta hace relativamente poco tiempo se consideraba que los modelos psicosociales y biológicos no sólo eran mutuamente excluyentes sino que, además, entraban en competencia.
Sin embargo, hoy sabemos que todo comportamiento humano es, en mayor o menor medida, producto de la interacción entre determinadas experiencias vitales o variables psicosociales y un conglomerado de factores biológico-genéticos, por tanto, la aparición de la conducta antisocial estará modulada por dicha interacción.

Mediadores biológicos y factores genéticos

Rutter y Giller (1983) consideraron, entre otros, que no era demasiado útil buscar posibles influencias genéticas subyacentes a las diferencias individuales encontradas en la propensión hacia las conductas antisociales. No obstante, en la actualidad, el panorama es muy distinto, puesto que los factores de riesgo genéticos y biológicos (Lahey, McBurnett, Loeber y Hart, 1995; Raine, Brennan y Farrington, 1997; Susman y Finkelstein, 2001), los factores neuropsicológicos y la delincuencia (Milner, 1991), y, finalmente, los vínculos con el trastorno mental (Hodgins, 1993), han sido puestos claramente de relieve en el estudio del riesgo de comportamientos antisociales.
En este apartado se recogen aquellos estudios que relacionan determinadas anormalidades bioquímicas, estructurales y funcionales que se han encontrado vinculadas a los comportamientos antisociales y violentos (véase resumen Tabla 3.2.).

Hormonas, neurotransmisores y toxinas

La investigación sobre hormonas y comportamiento agresivo y/o violento en humanos se ha centrado principalmente en dos tipos de estudios: a) el estudio de los trastornos endocrinos, básicamente en los síndromes hiper e hipogonadales y, b) los estudios correlacionales entre niveles de testosterona en plasma, saliva u orina y conducta agresiva medida a través de cuestionarios psicológicos y/o observaciones conductuales definidas.
Un estudio pionero sobre la relación entre la testosterona y la agresión auto-informada en hombres fue el realizado por Persky, Smith y Basu (1971). Se utilizaron sujetos varones normales a los que se les administraron diversos cuestionarios psicológicos, entre ellos, el Inventario de Hostilidad de Buss y Durkee -BDHI- (1957). Los resultados obtenidos mostraron una correlación significativa entre niveles superiores de testosterona, puntuaciones en el BDHI total y la testosterona plasmática total. El segundo factor obtenido en este cuestionario fue denominado sentimientos agresivos que también correlacionó significativamente con la producción de la hormona. Los autores sugirieron que la capacidad para experimentar sentimientos agresivos estaría asociada a la actividad gonadal masculina (Aluja, 1991). Sin embargo, estudios posteriores ( Doering et al., 1975; Meyer-Bahlburg y cols,1974) no llegaron a confirmar estos hallazgos obtenidos.

Aplicando el BDHI a un muestra de 101 voluntarios universitarios así como otras medidas de autoinforme, Monti, Brown y Corriveau (1977) no hallaron ninguna correlación significativa entre la escala total de este cuestionario y la testosterona, pero sí con la subescala
Suspicacia, aunque de forma moderada. Sin embargo, tampoco se hallaron correlaciones entre la estructura factorial del BDHI, compuesta por tres factores denominados agresividad, súplica social y relajación, con los niveles de testosterona plasmática.
Olweus, Mattsson, Schalling y Löw (1980) utilizando otros tipos de autoinformes, entre ellos el Multifacet Aggression Inventory for Boys (OMFAIB), obtuvieron una relación significativa y positiva entre las subescalas relacionadas con la agresión física y verbal y los niveles de testosterona. Estos resultados serían concordantes con los obtenidos por Persky et al. (1971), puesto que el Factor II del BDHI queda integrado por agresión indirecta, irritabilidad y agresión verbal.

Merece destacarse el hecho de que los trastornos agresivos constituyen una de las categorías principales en la que pueden agruparse los efectos psicológicos de la administración de esteroides androgénicos-anabolizantes como la testosterona (Salvador,
Martínez-Sanchís, Moro y Suay, 1994). En esta línea de investigación, estudios realizados con sujetos transexuales han mostrado que la administración de testosterona aumenta la ira y la propensión a agredir, mientras que la administración de antiandrógenos las reduce (Van Goozen et al., 1995).
Para evaluar la agresividad de los sujetos, también se han empleado otros instrumentos diagnósticos, además de los cuestionarios psicológicos, mostrando que las relaciones entre hormonas y conducta agresiva son más consistentes cuando se emplean escalas de observación, historiales delictivos u otros criterios cumplimentados por terceras personas (Aluja, 1991).

Estas relaciones también parecen más consistentes en sujetos jóvenes, sobretodo, cuando se estudian poblaciones especialmente agresivas. Ontogenéticamente, la influencia de la testosterona estaría modulada por la edad, de tal forma, que en el periodo perinatal y en la adolescencia su influencia sería crucial, pero disminuiría conforme avanza el periodo de desarrollo (Buchanan, Eccles y Becker, 1992). Se ha de tener en cuenta, además, la relevancia creciente de los factores sociales a medida que el sujeto madura. Estos factores sociales y de aprendizaje son más importantes conforme vamos avanzando en la escala filogenética, llegando a desempeñar un papel particularmente importante que debe ser considerado.

En función de los resultados obtenidos dentro de esta línea de investigación, se sugiere que la propensión a experimentar sentimientos agresivos podría estar asociada con una mayor capacidad de las gónadas masculinas para producir testosterona mientras que, la expresión manifiesta de sentimientos de hostilidad, podría estar más asociada a los niveles circulantes de la hormona (Suay et al., 1996). También son de destacar los estudios realizados en situación de competición humana, en los que se muestra una clara relación positiva entre la testosterona y algunos aspectos de la conducta competitiva como la ambición, la dominancia, la respuesta agresiva a la amenaza o la implicación en la competición (Salvador et al., 1994; Suay et al., 1996).

Actualmente, existen pruebas convincentes del vínculo entre la alta concentración de testosterona y el aumento de la conducta agresiva en los adultos (Raine, 2002a), llegándose incluso a demostrar cómo las influencias ambientales también se relacionan tanto con la testosterona como con el cortisol (Tremblay et al., 1997). Así, estos autores encontraron en el estudio de Montreal, cómo los chicos clasificados como bravucones a los 13 años, presentaban niveles más altos de testosterona, sin embargo, los niveles bajaban en los clasificados como agresivos. Este resultado podría evidenciar el hallazgo de que el rechazo social reduce los niveles de testosterona. Sin embargo, a los 16 años y con el paso de los años, dichos niveles aumentaban en los chicos agresivos. Estos resultados son compatibles con la idea de que los andrógenos desempeñan algún papel mediador en las relaciones causales entre las experiencias sociales y la agresión (Rutter et al., 2000). A pesar de esto, pocos investigadores han estudiado la existencia de interacciones biosociales. Dabbs y Morris (1990) hallaron entre los sujetos de bajo estatus socioeconómico que aquellos que tenían altos niveles de testosterona presentaban mayores tasas de delincuencia, no ocurriendo esto con los que tenían un alto estatus. Scarpa et al. (1999) constató que los niños maltratados que presentaban mayor respuesta de cortisol, puntuaban más alto en agresión. De la misma forma, Teicher (2000) resalta que la presencia excesiva de cortisol en sangre encontrada en niños maltratados, puede acabar dañando el hipocampo, lugar fundamental en el control de la agresividad.

En relación a las hormonas femeninas, el papel que juegan en la agresión es sugerido por sus funciones. No se espera que una mujer que se preparara o estuviera a la mitad de un embarazo tuviera alguna disposición a ser agresiva así que deberíamos deducir que la progesterona tendría un efecto inhibidor o reductor de la agresión. De forma similar, cualquier mujer lactante haría bien en defenderse contra cualquier amenaza hacia su cría y no comprometerse fácilmente en otros encuentros agresivos que pudieran conllevar lesiones directas o indirectas.

Por tanto, podríamos sugerir que bajos niveles de progresterona podrían producir algún tipo de agresión, tal y como se constata en el síndrome premenstrual, donde algunas mujeres muestran un aumento de su irritabilidad durante la semana previa a la menstruación y tales síntomas a menudo se alivian con suplementos de dicha hormona (Dalton, 1964). La administración de progesterona natural es, asimismo, efectiva para el control de la conducta sexual impulsiva y la agresión (Moyer, 1987). Así, la agresión entre hembras y particularmente conocida como agresión materna, está también modulada hormonalmente, de tal forma, que algunas hormonas gonadales y suprarrenales afectan a la agresividad durante el embarazo pero no durante la lactancia (Svare, 1981).

Por otra parte, Carroll y Steiner (1978) informaron que altos niveles de prolactina combinados con bajos niveles de progesterona, pueden causar ansiedad o agresiónirritable. Dada la disminuida agresión asociada a las mujeres, esperaríamos que el estrógeno, hormona asociada con las características sexuales femeninas, promovería niveles más bajos de agresión.
Herrmann y Beach (1978) informaron que las inyecciones de progesterona reducen la irritabilidad en los sujetos. Este efecto ha sido utilizado con éxito para disminuir problemas asociados con el síndrome premenstrual. Además, Meyer-Bahlburg (1981) informó sobre algunos efectos en los fetos producidos por la administración de hormonas para ayudar a sostener un embarazo. Los excesos de progesterona prenatal producían niveles más bajos de agresión tanto en varones como en mujeres.

A modo de conclusión y en relación con las investigaciones realizadas entre testosterona y conducta agresiva y/o violenta, se puede afirmar en general, la existencia de un incremento de los niveles plasmáticos de testosterona y un mayor comportamiento antisocial en varones (Flores, 1987; Mattsson et al., 1980; Olweus et al., 1980; Raine 2002a; Tremblay et al., 1997). Así, se ha llegado a señalar incluso que la testosterona es el candidato más prometedor de todos los mediadores biológicos (Rubinow y Schmidt, 1996).

Respecto a los neurotransmisores, hay una amplia bibliografía basada en estudios que consideran a la serotonina como un aspecto central en la regulación de la conducta agresiva impulsiva (Coccaro, 1989; Pedersen, Oreland, Reynolds y McClearn, 1993; Sanmartín, 2004; Spoont, 1992; Van Praag, 1991). A través de la enzima monoaminoxidasa (MAO) se han asociado niveles elevados de serotonina al comportamiento antisocial. Así, la baja actividad de la MAO en las plaquetas guarda relación con el delito violento (Belfrage, Lidberg y Oreland, 1992) y con la delincuencia persistente (Alm et al., 1994).
En este sentido, tal y como sugiere Gómez-Jarabo, Alcázar y Rubio, (1999), un posible marcador biológico de la agresividad podría ser la actividad monoamino-oxidasa (MAO) plaquetaria, una medida indirecta del funcionamiento serotoninérgico cerebral. Una disminución de la actividad MAO ha sido descrita en individuos violentos y en pacientes con trastornos del control de los impulsos (Buschbaum, Coursey y Murphy, 1976; Carrasco, Sáiz y Hollander, 1994). Los resultados obtenidos por Brunner et al., (1993) en una familia holandesa en la que catorce de sus miembros fueron detenidos por actos violentos continuados, indicaron la presencia de una mutación genética ligada al cromosoma X, que ocasionaba una alteración de la enzima MAO-A y que, a su vez, originaba una disfunción en la actividad serotoninérgica.

El hallazgo más común en sujetos con historia de conducta violenta o impulsiva, incluido el homicidio, es el nivel significativamente bajo del principal metabolito de la serotonina, el ácido 5-hidroxi-indolacético (Brown et al., 1979; Linnoila et al., 1983; Raine y Venables, 1992). En la última década, la investigación se ha centrado en el hecho de que la disminución de la actividad serotoninérgica se acompaña de un déficit del control de los impulsos e irritabilidad, lo que se traduciría en una mayor probabilidad de comportamientos violentos y no tanto en que la serotonina sea la responsable directa de tal comportamiento agresivo (Moffitt et al., 1997; Pine et al., 1997; Sanmartín, 2004).
Himelstein (2003) encuentra en su estudio que el funcionamiento serotoninérgico en la infancia, ayudaba a predecir no sólo el comportamiento agresivo futuro sino la persistencia de éste, de tal forma, que aquellos que presentaban bajos niveles de serotonina mostraban un comportamiento antisocial persistente en la adolescencia y edad adulta, por contra, desistían de dicho comportamiento si sus niveles de serotonina eran normales.

Respecto a otros neurotransmisores, se ha encontrado que la acetilcolina aumenta la agresión cuando se administra en el lóbulo temporal, el hipotálamo y otras áreas neuronales en varias especies animales. La exposición accidental, general, a los agonistas colinérgicos también puede aumentar la agresividad humana. Otras observaciones y manipulaciones apoyan aún más el efecto facilitador de la acetilcolina sobre la agresión (Ebel, Mack, Stefanovic y Mandel, 1973; Grossman, 1963; MacLean y Delgado,1953). En general, varios tipos de investigación apoyan la tesis de que la acetilcolina contribuye a la producción de comportamientos agresivos (Renfrew, 1997).

La noradrenalina (NA) también ha sido asociada con la agresión en experimentos psicofarmacológicos en los que la agresión se ve incrementada o reducida de manera paralela a los niveles de NA. También se produce una utilización elevada de la norepinefrina durante la agresión. En humanos, los estados maníacos se producen después de aumentos de NA o por agonistas, viéndose reducidos por la acción de los antagonistas (Eichelman y Barchas, 1975).
Finalmente, la dopamina (DA) es un neurotransmisor que se ha involucrado en los efectos placenteros relacionados con la función que limita la agresión durante la actividad del Sistema de Inhibición de la Agresión. También ha sido asociada con el aumento de agresión en experimentos que involucran su manipulación. El desacuerdo surge en los papeles relativos de la DA y la NA. Parte de este desacuerdo resulta del hecho de que la DA es un precursor de la NA y los fármacos que afectan a la agresión afectan a menudo a ambos neurotransmisores (Alpert, Cohen, Shaywitz y Piccirillo,1981; Datla, Sen, Bhattacharya, 1992).

En cuanto a determinadas toxinas y nutrientes, éstas también se han vinculado a un aumento de la probabilidad de ejercer conductas antisociales. Así, los hijos de padres alcohólicos tienen un riesgo sustancialmente mayor de exhibir conductas antisociales, además de otros tipos de psicopatología (Scott, 2004; Steinhausen, 1995) y especialmente cuando el consumo de alcohol es realizado en las primeras etapas del embarazo por parte de la madre, pudiendo provocar serios problemas, entre ellos falta de atención e hiperactividad (Streissguth, 1993). Respecto a la exposición de la nicotina, existen estudios que han establecido un vínculo significativo entre el consumo de tabaco durante el embarazo y el trastorno disocial y la delincuencia violenta posterior (Raine, 2002b). De la misma forma se ha encontrado como el número de cigarrillos consumidos por la madre durante el embarazo correlacionaba con la delincuencia violenta posterior de sus hijos y, no sólo durante la etapa adolescente, sino a lo largo de la vida (Brennan, Grekin y Mednick, 1999; Fergusson, 1999; Rasanen et al., 1999).

Otro factor asociado ha sido la ingestión de plomo. Unos niveles moderadamente elevados de plomo en el cuerpo van asociados a ligeras disminuciones del rendimiento cognitivo (Fergusson, Horwood y Lynskey, 1997b). Sin embargo, su relación con la agresividad no está demasiado clara. Needleman et al. (1996) encontraron en niños de 11 años relación entre niveles elevados de plomo en huesos y la conducta agresiva y delictiva manifestada, pero no a la edad de 7años. Otros estudios han puesto de manifiesto como diferentes aditivosalimentarios pueden ser causa de hiperactividad, por ejemplo, aquellos que presentan intolerancia a algún elemento de su dieta (Carter et al., 1993; Schulte-Korne et al., 1996; Taylor, 1991) o la deficiencia vitamínica (Eysenck y Schoenthaler, 1997) que puede reducir el rendimiento cognitivo.

Sistema nervioso autónomo y estudios neurofisiológicos

La baja reactividad autonómica ha sido asociada a la producción de conductas delictivas, principalmente a través del hallazgo del menor número de pulsaciones encontrado en jóvenes que cometen conductas antisociales respecto a aquellos que no las cometen (Lösel y Bender, 1994; McBurnett, Lahey, Capasso y Loeber, 1997; Raine, Venables y Williams, 1995; Raine, Venables y Mednick, 1997).  Wadsworth (1976) encontró en la encuesta Británica Nacional de Salud y Desarrollo, que el 81% de los delincuentes violentos y el 67% de los delincuentes sexuales tenían frecuencias cardiacas por debajo del promedio. Se cree que un bajo número de pulsaciones es indicador de un temperamento temerario y/o de un bajo nivel de arousal, que predispone a algunos individuos hacia la agresión y la violencia (Raine y Jones, 1987). Hasta hoy, la evidencia no es suficientemente fuerte para utilizar este indicador físico/médico como la baja frecuencia cardiaca, para identificar a aquellos que están en riesgo de ser violentos.


Hay anormalidades neurofisiológicas que se han asociado también al aumento de la delincuencia. En este sentido, cobran importancia los estudios que relacionan determinadas anormalidades en el lóbulo frontal, ya sean estructurales o funcionales, con la aparición de conductas antisociales (Bauer, 2000; Chang, 1999; Miller, 1998; Raine, 2002b). Estos estudios surgen a raíz de las investigaciones que relacionan la psicopatía con el lóbulo frontal.
Así, las reducciones del volumen de corteza gris prefrontal en pruebas de resonancia magnética (RM) (Raine et al., 2000), se han asociado a un menor flujo sanguíneo cerebral relativo en áreas frontales mediante tomografía por emisión de fotones únicos (SPECT) (Brower y Price, 2001), aun menor consumo de glucosa frontal a través de la tomografía por emisión de positrones (TEP) (Raine, 2001) y a determinados potenciales evocados cerebrales, como la P300, pertenecientes a áreas frontales (Kiehl, Hare, Liddle y McDonald, 1999).

Embarazo y complicaciones en el parto

Los traumas prenatales y las complicaciones durante el embarazo están de alguna manera relacionados con comportamientos violentos en el futuro aunque los hallazgos varían según la muestra y los métodos utilizados para identificar dichos traumas prenatales. Kandel y Mednick (1991) encontraron que el 80% de los delincuentes violentos presentaron mayores complicaciones durante el parto comparado con el 30% de los delincuentes contra la propiedad y el 47% de los no delincuentes. Sin embargo, hay evidencia de que el trauma prenatal es predictor de la violencia sólo en los niños criados en ambientes familiares inestables (Mednick y Kandel, 1988), sugiriendo que un ambiente familiar estable podría servir como factor protector de la influencia de estos traumas. Además, los traumas prenatales también predicen un mayor riesgo de hiperactividad, lo que en sí mismo es un factor de riesgo para la violencia, sugiriendo la existencia de diversos caminos para llegar a la conducta violenta después de haber padecido traumas prenatales. Se debe destacar que los traumas prenatales y las complicaciones en el parto están relacionados con el comportamiento violento posterior, pero no así con la conducta criminal no violenta (Mednick y Kandel, 1988), sugiriendo que podrían producirse daños sobre los mecanismos cerebrales que inhiben la conducta violenta de forma específica (Reiss y Roth, 1993).
No obstante, debemos resaltar que Denno (1990) no encontró que las complicaciones durante el embarazo y el parto fueran capaces de predecir arrestos por violencia hasta los 22 años, como tampoco se encontró en el estudio de Cambridge (Farrington, 1997b).

Varios estudios han mostrado que la influencia de haber padecido complicaciones en el parto sobre la conducta antisocial futura dependerá de la presencia de otros factores de riesgo de carácter psicosocial. Así, Raine, Brennan y Mednick (1994) encontraron como las complicaciones en el parto interactuaban con el rechazo materno durante el primer año de vida en la predicción de la delincuencia a los 18 años. Estos mismos autores, tras realizar un seguimiento de los chicos, encontraron que la influencia de dicha asociación de factores apareció sólo para la delincuencia de tipo violento (Raine, Brennan y Mednick, 1997).
Piquero y Tibbetts (1999) en su estudio longitudinal encontró que aquellos sujetos que habían tenido complicaciones pre/perinatales como un entorno familiar desfavorable tenían mayor probabilidad de acabar siendo delincuentes violentos a la edad adulta. De modo similar, complicaciones durante el embarazo junto con malas prácticas de crianza (Hodgins, Kratzer y McNeil, 2001) o inestabilidad familiar (Arsenault, Tremblay, Boulerice y Saucier, 2002) también predecían mayor violencia adulta.
Por tanto, las complicaciones en el parto, tales como la privación del oxigeno, la extracción con fórceps y la preeclampsia, pueden contribuir a provocar daño cerebral y ser una de las causas tempranas que se dan en niños y adultos antisociales. Aun así, puede que las complicaciones en el parto no predispongan al delito por sí mismas, sino que requieran la presencia de circunstancias ambientales negativas para desencadenar la violencia posterior (Raine y Chi, 2004).

Anomalías cromosómicas

A mediados de los años 60, un estudio pionero llevado a cabo con delincuentes en prisión, halló en esta población una excesiva presencia de la anomalía cromosómica XYY (Jacobs et al., 1965). Aunque los comportamientos delictivos son claramente más numerosos en los individuos XYY, en comparación con los XY de la misma edad, peso, inteligencia y clase social, sus delitos son relativamente triviales (Witkin et al., 1976). Más recientemente, otros estudios han encontrado que los individuos XYY tienen un índice de delincuencia varias veces superior al de los individuos XXY, siendo el índice de estos últimos prácticamente igual al de la población general y no pudiendo atribuir las diferencias a un bajo CI (Götz, 1996; Walzer, Bashir y Silbert, 1991).
Como recogen Rutter et al. (2000), la presencia de XYY no causaría la delincuencia directamente sino que, junto a otros factores, incrementaría la probabilidad de ejercer conductas antisociales. La única evidencia genética con relativo poder explicativo subyace a un trastorno genéticamente vinculado al metabolismo de la monoaminoxidasa (Brunner et al., 1993; Brunner, 1996).

La transmisión familiar

Hoy en día se dispone de pruebas fehacientes que apoyan la influencia genética sobre el comportamiento antisocial (Cleveland, Wiebe, Van den Oord y Rowe, 2000; Eley, Lichtenstein y Stevenson, 1999; Ge et al., 1996; Rutter, 1997). A continuación, se presentan aquellos estudios que sitúan a la familia como piedra angular de la posible transmisión genética de una predisposición a realizar conductas antisociales.

1. Estudios con familias. Se ha observado que los padres antisociales tienen más probabilidad de tener hijos que desarrollen conductas delictivas. Un estudio clásico de Robins (1966) situaba el comportamiento criminal del padre como uno de los mejores predictores de la conducta antisocial del hijo.
En los últimos años se han acumulado evidencias a favor de una heredabilidad de las características biológicas moduladoras de la conducta delictiva. Farrington, Barnes y Lambert (1996) encuentran que la delincuencia se concentra marcadamente en algunas familias y se transmite en mayor grado de generación en generación. En esta línea, se ha demostrado que aunque las variables relacionadas con el entorno familiar van significativamente asociadas a la delincuencia de la descendencia, su efecto es más débil que el de la delincuencia paterna o materna después de considerar otras variables, pese a que ambas son estadísticamente importantes (Rowe y Farrington, 1997).
Asimismo, está tomando fuerza la posición que incide en que habría un sustancial componente genético en la agresividad y en la conducta perturbadora, reduciéndose su importancia sobre la delincuencia (Van der Oord, Boomsma y Verhulst, 1994). Habitualmente se tiende a pensar que la influencia genética sobre el delito violento es más poderosa que sobre el delito insignificante. Sin embargo, los estudios revelan resultados opuestos a las creencias implícitas (Bohman, 1996; Cloninger y Gottestman, 1987).

2. Los estudios con gemelos. El primer estudio realizado con gemelos criminales fue realizado por el psiquiatra alemán Lange (1929), quien encontró un 77% de concordancia en la criminalidad de gemelos monozigoto (MZ) y un 12% para los dizigoto (DZ), concluyendo que la heredabilidad jugaba un papel preponderante como causa del crimen. Christiansen (1977) encontró una concordancia del 52% en una población de presos MZ (masculino-masculino) en comparación con el 22% en DZ (masculino-masculino).

3. Los estudios de adopción. Las limitaciones de los estudios con gemelos están vinculadas a su dificultad para separar las causas genéticas de las ambientales. Asimismo, el papel diferencial que podrían ejercer las propensiones genéticamente condicionadas en los niños situados en entornos de muy alto riesgo y sobre las que hay total incertidumbre acerca de su hipotética realidad, conducen a pensar en un enfoque no tan reduccionista como es el genético (Baumrind, 1993). Por tanto, los estudios con hijos adoptivos separan más adecuadamente las causas genéticas y ambientales. Crowe (1974) encuentra un incremento significativo de la criminalidad en jóvenes adoptados que tenían madres biológicas criminales.

El componente genético parece ser considerablemente más fuerte en el caso de la conducta antisocial que perdura en la vida adulta en comparación con las etapas circunscritas a la niñez y a la adolescencia en hijos adoptivos (Miles y Carey, 1997). Los datos acerca de gemelos e hijos adoptivos que, en los últimos años, han proliferado (Bock y Goode, 1996; Carey y Goldman, 1997; Miles y Carey, 1997), evidencian eficazmente la influencia de los efectos genéticos frente a los ambientales.
En estos estudios, la influencia genética aparece menos en las investigaciones llevadas a cabo con hijos adoptivos que con gemelos, apoyando la inferencia de un valor significativo de la genética en la conducta antisocial. Sin embargo, existen otros estudios de adopción que ponen de manifiesto que cuando se da una interacción entre los factores genéticos y los ambientales, aumenta la probabilidad de que aparezcan comportamientos delictivos (Cleveland et al., 2000). Así, con una muestra de varones adoptados, tener padres biológicos criminales y una crianza negativa por parte de los padres adoptivos, presentaba mayor tasa de delincuencia que si considerábamos ambos factores por separado (Cloninger et al., 1982). Los mismos resultados se obtuvieron con una muestra de mujeres (Cloninger y Gottesman, 1987). Otros estudios han confirmado también la interacción, encontrando mayores niveles de agresión en chicos que además de tener padres biológicos con trastorno de personalidad antisocial y/o alcoholismo, existía un ambiente familiar negativo en el hogar adoptivo (Cadoret et al., 1995).

1.Hormonas, neurotransmisores y toxinas

 Persky et al., 1971,Olweus et al., 1980 Salvador et al., 1994; Rubinow y Schmidt, 1996; Raine 2002 Tremblay et al., 1997
Scarp et al., 1999; Teicher,2000; Dalton, 1964; Carrol y Steiner, 1978; Herrmann y Beach, 1978;Moyer1987 Coccaro, 1989; Belfrage et al., 1992; Spoont, 1992; Pedersen et al., 1993; Alm et al., 1994; Moffitt et al., 1997; Pine et al., 1997; Gómez Jarabo et al., 1999; Himelstein, 2003; Sanmartín, 2004. Renfrew, 1997 Eichelman y Barchas, 1975; Alpert et al.,1981; Datla et al., 1992 Streissguth, 1993; Steinhausen,1995; Scott, 2004 Fergusson, 1999; Brennan et al., 1999; Rasanen et al., 1999; Raine, 2002 Fergusson et al., 1997; Needleman et al.; 1996 Taylor, 1991; Carter et al., 1993; Schulte-Korne et al., 1996; Eysenck y Schoenthaler, 1997

Relación entre la testosterona y la agresión auto-informada en varones
Relación entre niveles altos de testosterona y comportamiento antisocial en varones Los líderes presentan mayores niveles de testosterona, reduciéndose los mismos en caso de rechazo social
La presencia excesiva de cortisol puede relacionarse con comportamientos agresivos.
Bajos niveles de progesterona pueden producir agresión
Alteraciones de la serotonina predicen una mayor conducta agresiva
La acetilcolina contribuye a la producción de los comportamientos agresivos
Niveles altos de noradrenalina y dopamina se asocian a conductas agresivas.
El consumo de alcohol por parte de los padres predicen conductas antisociales en sus hijos, más grave durante el embarazo.
Existe un vínculo significativo entre el consumo de tabaco durante el embarazo y el trastorno disocial y la delincuencia violenta posterior de los hijos.
Niveles moderadamente elevados de plomo en el cuerpo se asocian a disminuciones en rendimiento cognitivo y agresividad
Diferentes aditivos alimentarios pueden ser causa de hiperactividad, por ejemplo, aquellos que presentan intolerancia a algún elemento de su dieta o la deficiencia vitamínica que puede reducir el rendimiento cognitivo.

2. SNA y estudios neurofisiológicos

Raine et al., 1995; Raine, 1997 McBurnett et al., 1997; Lösel y Bender, 1994
Miller, 1998; Chang, 1999; Bauer, 2000; Raine, 2002 Raine et al., 2000 Brower y Price, 2001 Raine, 2001 Kiehl et al., 1999
Baja reactividad autonómica en aquellos sujetos que cometen conductas agresivas
Anormalidades del lóbulo frontal
Reducciones del volumen de corteza gris prefrontal
Menor flujo sanguíneo cerebral relativo en áreas frontales
Menor consumo de glucosa frontal
Potenciales evocados reducidos como el P300

3. Embarazo y complicaciones en el parto

Kandel y Medenick, 1991 Raine, Brennan y Mednick,1994; 1997 Piquero y Tibbetts, 1999 Hodgins, Kratzer y McNeil, 2001; Arsenault, Tremblay, Boulerice y Saucier, 2002 Raine y Chi, 2004
Los traumas prenatales y las complicaciones durante el embarazo están de alguna manera relacionados con comportamientos violentos en el futuro
Encontraron como las complicaciones en el parto interactuaban con el rechazo materno durante el primer año de vida en la predicción de la delincuencia de tipo violento.
Aquellos sujetos que habían tenido complicaciones pre/perinatales como un entorno familiar desfavorable tenían mayor probabilidad de acabar siendo delincuentes violentos a la edad adulta.
Complicaciones durante el embarazo junto con malas prácticas de crianza o inestabilidad familiar también predecían mayor violencia adulta.
Complicaciones en el parto, tales como la privación del oxigeno, la extracción con fórceps y la preeclampsia, pueden contribuir a provocar daño cerebral y ser una de las causas tempranas que se dan en niños y adultos antisociales. Aun así, puede que las complicaciones en el parto no predispongan al delito por sí mismas, sino que requieran la presencia de circunstancias ambientales negativas para desencadenar la violencia posterior.

nomalías cromosómicas

Jacobs et al., 1965; Witkin et al., 1977; Walzer et al., 1991; Rutter et al., 2000 Bruner, 1996; Brunner et al., 1993
La anomalía cromosómica XYY está relacionada con una mayor aparición de conductas delictivas
Habría un trastorno genéticamente vinculado al metabolismo de la monoaminoxidasa

4. La transmisión familiar

a) Estudios  con familias
b) Estudios con gemelos
c) Estudios de adopción
Robins, 1966; Farrington, Barnes y Lambert, 1996; Rowe y Farrington, 1997 Cloninger y Gottestman, 1987; Van der Oord et al., 1994; Bohman, 1996 Lange, 1929; Christiansen, 1977 Crowe, 1974 Miles y Carey, 1997 Bock y Goode, 1996; Carey y Goldman, 1997; Miles y Carey, 1997 Cloninger et al., 1982; Cloninger y Gottesman, 1987; Cadoret et al., 1995; Cleveland et al., 2000

La delincuencia se concentra marcadamente en algunas familias
La influencia genética es más habitual en conducta agresivas o delitos menores que en delitos violentos
Mayor concordancia en la criminalidad de gemelos MZ en comparación con los DZ
Incremento significativo en la criminalidad de jóvenes adoptados que tenían madres biológicas criminales
El componente genético de la conducta antisocial parece ser más fuerte para las conductas que perduran en la adultez en comparación con las de la niñez y adolescencia
La influencia genética en la conducta antisocial aparece menos en los estudios de hijos adoptivos en comparación con los gemelos apoyando un valor significativo de la genética en la conducta antisocial
Otros estudios de adopción que ponen de manifiesto que cuando se da una interacción entre los factores genéticos y ambientales, aumenta la probabilidad de que aparezcan comportamientos delictivos.

Factores biológico-evolutivos

El objetivo de este apartado es señalar aquellos factores vinculados a las diferencias sexuales y por edad, que tienen un indudable valor para la comprensión del desarrollo y mantenimiento de las conductas antisociales, así como también de su evolución temporal
(véase resumen Tabla 3.3.).
Diferencias sexuales
 Las estadísticas oficiales de todos los países muestran claramente que hay más varones que mujeres arrestados y hallados culpables de delitos (Defensor del Pueblo, 2000; Ministerio del Interior, 2003). Lo mismo ocurre con los estudios de investigación, uno de los resultados más repetidos sobre la conducta antisocial es que los varones la manifiestan con mayor frecuencia y de formas más graves que las mujeres, diferencia que se manifiesta desde la infancia y en cualquier contexto (Cabrera, 2002; Cowie, 2000; Del Barrio, 2004a; DíazAguado y Martínez Arias, 2001; Flores, 1982; Garaigordobil, Álvarez y Carralero, 2004; Gelles y Cavanaugh, 2004; Moffitt, Caspi, Rutter y Silvia, 2001; Serrano, 1983; Smith, 1995; Sobral, Gómez-Fraguela, Romero y Luengo, 2000; Thornberry, 2004; Wilmers et al., 2002).
En la literatura existente se ha debatido principalmente sobre el papel que podrían tener en la agresividad distintos componentes biológicos asociados al género. Los andrógenos prenatales, que desempeñan una función organizadora en el desarrollo del cerebro en los seres humanos (Berkowitz, 1996; Swaab, 1991), podrían ser una fuente de explicación de la mayor agresividad observada en varones. Sin embargo, y a la luz de los datos actualmente disponibles, hay que considerar que las diferencias de andrógenos en la época del nacimiento pueden tener un mínimo papel en las diferencias de género existentes en la agresividad.

Asimismo, el aumento de testosterona en la pubertad de los varones ha de ser visto como una sugerencia de investigación y no una conclusión firme (Rutter et al., 2000).
Los varones son más agresivos físicamente que las mujeres en la mayoría de los escenarios naturales (Eagly y Steffen, 1986), aunque no tienen más probabilidades de mostrar su agresividad dentro de la familia (Straus y Gelles, 1990). La diferencia de género determina una mayor agresividad física en los varones (Eagly y Steffen, 1986). Campbell (1995) señala, al respecto, que la agresividad de los varones es un mecanismo para afianzar su dominio y poder, mientras que en las mujeres lo sería para expresar sentimientos negativos. Así, Cummings y Leschied (2001) añaden que las mujeres afirman experimentar más sentimientos negativos antes de implicarse en peleas verbales o físicas. Pfeiffer y Wetzels (1999) aporta pruebas de que la crianza por parte de los padres es un factor clave en las diferencias entre los sexos, ya que los padres condenan los actos violentos más severamente cuando son cometidos por las chicas que por los chicos, sin embargo, parecen utilizar más el castigo físico con los varones (Del Barrio, 2004a).

El estudio tradicional del dimorfismo sexual en el comportamiento agresivo humano se ha conceptualizado desde un planteamiento operacionalmente cuantitativo: quién es más agresivo en sus acciones o en sus disposiciones comportamentales. Parece más prudente, sin embargo, analizar sus eventuales diferencias cualitativas: de qué manera suelen expresar su agresividad cada uno de los sexos. En la actualidad, el punto de partida del estudio de las diferencias sexuales en el comportamiento agresivo, se sitúa en el planteamiento general de que estas diferencias son más pronunciadas en aquellos tipos de agresión más extremos. A tenor de múltiples estudios realizados en este sentido, los hombres muestran mayor agresión física que las mujeres mientras que existen menores diferencias en cuanto a la agresión verbal.

Asimismo, los hombres expresan mayor impulsividad y hostilidad, siendo las diferencias existentes entre ambos sexos menores que para el caso anterior (Andreu et al., 1998; Archer, et al., 1995; Archer, 1998).
Estos resultados no significan que las mujeres sean menos agresivas que los varones sino que prefieren utilizar otro tipo de estrategias agresivas no físicas, tales como las conocidas como agresión indirecta, en las que no se produce un enfrentamiento agresorvíctima directo, cara a cara. Por otra parte, la representación social o la atribución hacia la agresión también diferiría: los hombres perciben la agresión de modo más instrumental, como una manera de controlar a los demás, mientras que las mujeres lo hacen de forma más expresiva, como pérdida de control (Campbell y Muncer, 1994). En otras expresiones agresivas, como la ira, apenas se constatarían diferencias entre ambos sexos (Andreu et al., 1998; Archer et al., 1995).

Las diferencias sexuales relacionadas con la conducta antisocial incluyen tanto los comportamientos comúnmente observados, como los estados psicopatológicos. Los comportamientos agresivos que ocurren más a menudo en los niños varones incluyen luchas físicas, agresión reactiva, imitación de la agresión de otros, juegos bruscos y fantasías agresivas (Meyer-Bahlburg, 1981). Cantwell (1981) anota que el Trastorno de Personalidad Antisocial se diagnostica, a una edad temprana, más a menudo en los niños que en las niñas; encontrándose, a su vez, que es subsecuente a los diagnósticos previos de Déficit de Atención con Hiperactividad.
Otra interpretación sería que es muy probable que los varones tengan una mayor predisposición a inmiscuirse en situaciones problemáticas (Rutter, 1970). Parece que los niños son más vulnerables a los riesgos psicológicos asociados a la discordia familiar (Rutter y Quinton, 1984). En esas situaciones, las conductas hostiles de los niños tienden a hacer que las madres se retraigan, fomentando, a su vez, una mayor hostilidad en los niños (Jacklin y Maccoby, 1978).

La cultura de los chicos y chicas difiere notablemente entre sí, desempeñando una indudable influencia en el posible desarrollo de conductas antisociales. Así: 1) desde la infancia, los chicos tienden a jugar más en lugares públicos que las chicas, las cuales juegan preferiblemente en recintos cerrados (Lever, 1976); 2) los chicos juegan en grupos grandes, mientras que las niñas se juntan en diadas y/o triadas (Brooks-Gunn y Schempp, 1979); 3) el juego de los varones es de un mayor contacto físico y rudeza en comparación con el de las niñas (De Pietro, 1981); 4) hay más peleas en los grupos de chicos (Luria y Herzog, 1985); 5) los encuentros sociales entre varones tienden a estar orientados a la dominancia o la formación de jerarquías (McLoyd, 1983); 6) el liderazgo en las mujeres es visto como algo favorable, imitable y que permite obtener buenos resultados, sin embargo, en los varones es visto como dominante y puede tomar formas agresivas o de humillación (DePietro, 1981); 7) el concepto de amistad es distinto en las mujeres que en los varones, predominando en ellas relaciones más profundas y emotivas (Lever, 1976); 8) no queda claro si es más fácil entrar en grupos de varones que en grupos de mujeres (McLoyd, 1983); 9) el contenido del discurso en las mujeres tiende a crear y mantener relaciones y, en caso de críticas, las realiza de forma aceptable frente a un estilo más agresivo en los varones (Lever, 1976).

Diferencias por edad

No es fácil determinar si con el tiempo los niños se hacen más o menos agresivos porque los actos agresivos o antisociales que se manifiestan a los dos años no se pueden comparar directamente con los de un niño de distinta edad. Como resultado, los investigadores han elegido estudiar cambios relacionados con la edad tanto en la forma de la conducta agresiva como en las situaciones que la provocan (Shaffer, 2002).  Aunque la conducta antisocial está más asociada a la etapa de la adolescencia, donde su presencia es más elevada, las primeras manifestaciones agresivas y violentas tienen su aparición a los dos o tres años de edad (Loeber y Farrington, 2001). A partir de ahí, y durante el transcurso de la infancia, la agresión física y otras formas de conducta antisocial manifiesta comienzan un declive a medida que los niños se van haciendo más competentes en resolver sus disputas de una manera más amigable (Loeber y Stouthamer-Loeber, 1998; Tremblay, 2000, 2001). Sin embargo, la agresión hostil, en especial entre los chicos y la agresión verbal en el caso de chicas, muestran un ligero incremento con la edad, aún cuando la agresión instrumental y otras formas de conducta alborotadora se hacen menos frecuentes.

Progresivamente, la incidencia de peleas y otras formas de agresión manifiestas, fácilmente detectables, sigue disminuyendo desde la infancia a lo largo de toda la adolescencia, una tendencia válida para ambos sexos (Stanger, Achenbah y Verhulst, 1997; Tremblay, 2000).
Para algunos niños, sin embargo, esta disminución no es todo lo rápida que debiera ser y continúan siendo mucho más agresivos, rebeldes y difíciles de manejar. Existe por tanto un fuerte continuo que va desde el comportamiento antisocial en la infancia a la conducta antisocial y la criminalidad en la edad adulta. Así pues, la mayor parte de las conductas antisociales graves tienen sus raíces en la infancia temprana, siendo muy pocas personas las que se convierten por primera vez en serios antisociales en la edad adulta (Scott, 2004).
Es evidente que no todos los niños conflictivos en edad preescolar llegan a ser delincuentes, así como el que no todos los delincuentes han sido conflictivos en sus etapas preescolares (Rutter et al., 2000). Moffit (1993), al respecto, distingue la conducta antisocial estática en la adolescencia y la persistente en la vida adulta. Obviamente, el presentar conductas antisociales en la niñez puede ser un factor de predisposición para una mayor inadaptación social en la adultez (Robins, 1986; Thornberry, 2004). Sin embargo, los resultados procedentes de estudios longitudinales han de ser observados a la luz de sus limitaciones para comprobar hipótesis causales.

Otra vertiente investigadora con estudios longitudinales ha sido la de las llamadas carreras delictivas. Garrido (1984) señala que estas carreras comienzan durante el inicio y la mitad de la adolescencia. Hay dos estudios clave en la comprensión de las carreras delictivas.
Por un lado, estaría el de Filadelfia (Wolfgang, Figlio y Stelim, 1972) y, por el otro, el de Londres (Farrington, 1995). En el estudio de Filadelfia los chicos arrestados a la edad de trece años fueron más frecuentemente arrestados que aquellos apresados por primera vez cualquier otra edad. Además, aquellos muchachos definidos posteriormente como delincuentes crónicos sufrieron su primer arresto con una anticipación media de dos años en relación al resto de la muestra. En la misma línea, el estudio de Londres confirmaba que el índice de reincidencia se elevaba marcadamente desde la primera condena hasta la tercera y, posteriormente, solo aumentaba ligeramente; así como que unos sujetos, los que desistían, mostraban bajas probabilidades de reincidencia y otros, los que persistían, mostraban elevadas probabilidades.

No obstante, como señala Farrington (1986), las carreras criminales adultas no emergen sin previo aviso. La aparición temprana del comportamiento violento y la delincuencia predice una mayor cronicidad y gravedad del delito violento (Farrington, 1991; Krohn, Thornberry, Rivera y LeBlanc, 2001; Thornberry, Huizinga y Loeber, 1995; Thornberry, 2004; Tremblay, 2001), pero no está claro como esa pronta iniciación determina el posterior aumento de la violencia con el paso de los años.
Farrington (1986) encuentra que los jóvenes convictos o que admitían una historia previa de multitud de actos delictivos era identificados como problemáticos, deshonestos y agresivos por sus profesores, compañeros y profesores en edades tempranas, incidiendo estos datos en una posible continuidad del comportamiento antisocial. Asimismo, Farrington (1995) encuentra que la mitad de los jóvenes convictos por delitos violentos entre las edades de los 10 y los 16 estaban convictos por delitos similares a la edad de los 24, en comparación con el 8% de los que no habían sido convictos en la adolescencia. White et al. (1990) establecieron diferencias por sexos. Se evaluó la violencia auto-informada de 219 mujeres y 205 varones en tres edades distintas: los 15, 18 y 21 años. La violencia a los 15 años predecía violencia en los años posteriores en los varones, pero esta relación era menos consistente en el caso de las mujeres. Tras medir la violencia ejercida por niños de 6 años, Tremblay et al., (1992) obtuvieron resultados similares.

Para finalizar, resaltaremos los resultados obtenidos en el estudio de desarrollo juvenil de Rochester (Thornberry, 2004). Esta investigación longitudinal compara delincuentes infantiles o de “inicio temprano” con aquellos que empiezan a delinquir durante la adolescencia, encontrando claras diferencias tanto en la gravedad de los comportamientos como en la persistencia. Así, los delincuentes infantiles (de inicio temprano), además de presentar mayor presencia de factores de riesgo en el ámbito familiar, social, escolar y del grupo de iguales, se implicaban en un mayor número de actos antisociales y delictivos, en comportamientos más graves y violentos y en consumo de drogas, a la vez que también presentaban una mayor persistencia de su comportamiento hacia la adultez, relacionandose con una carrera delictiva y criminal más extensa.
Dicho esto, y aunque es evidente la fuerte relación que existe entre un inicio temprano y la mayor presencia y gravedad de comportamientos antisociales tanto en la adolescencia como en la adultez, cabe destacar que el inicio temprano no equivale invariablemente a la delincuencia, ya que la mayoría de estos delincuentes no terminan siendo adultos criminales, pero si es cierto que aumenta la probabilidad (Maahs, 2001; Thornberry, 2004).

Tabla 3.3. Resumen de factores de riesgo biológico-evolutivos
FACTORES DE RIESGO
ESTUDIOS HALLAZGOS EMPÍRICOS
1. Diferencias asociadas al géneroRutter, 1970; Flores, 1982; Serrano, 1983; Smith, 1995
Rutter et al., 2000 Eagly y Steffen, 1986; Straus y Gelles, 1990  Campbell, 1995 Jacklin y Maccoby, 1978; Rutter y Quinton, 1984 Lever, 1976  Brooks-Gunn y Schemps, 1979 DePietro, 1981 Luria y Herzog, 1985 McLoyd, 1983 Pfeiffer y Wetzels, 1999; Del Barrio,
2004. Cummings y Leschied, 2001 Smith, 1995; Cowie, 2000; Sobral et al. 2000; Díaz-Aguado y Martínez Arias, 2001; Moffitt et al., 2001; Wilmers et al., 2002; Cabrera, 2002; Garaigordobil et al., 2004; Del Barrio, 2004; Gelles y
Cavanaugh, 2004; Thornberry, 2004
Los varones se inmiscuyen en situaciones problemáticas, son arrestados y hallados culpables de delitos en mayor proporción que las mujeres.

Las diferencias en andrógenos en la época del nacimiento tienen un mínimo papel en las diferencias en género en agresividad. Asimismo, no hay resultados concluyentes en cuanto al aumento de testosterona en la pubertad
Los varones son más agresivos físicamente que las mujeres en la mayoría de los escenarios naturales; pero no tienen más probabilidades de mostrar su agresividad dentro de la familia
La agresividad de los varones juega un papel de dominio y poder
Los niños son más vulnerables a la discordia familiar, comportándose hostilmente y provocando la retracción de las madres
Los chicos tienden a jugar más en lugares públicos que las chicas; el concepto de amistad es las mujeres es más emotivo y profundo; el contenido del discurso en las mujeres tiende a crear y mantener relaciones frente al estilo agresivo de los varones
Los chicos juegan en grupos grandes, mientras que las niñas en diadas o triadas
El juego de los varones es de mayor contacto físico y rudeza; la percepción social del liderazgo en varones es como agresiva y humillante frente a la percepción como imitable y favorable por parte de las mujeres
Hay más peleas en los grupos de chicos que en los de chicas
Los encuentros sociales de los varones tienden a la dominancia y jerarquía; no se ha demostrado claramente si es más fácil entrar en un grupo de varones que de mujeres
La crianza por parte de los padres es un factor clave en las diferencias entre los sexos, ya que los padres condenan los actos violentos más severamente cuando son cometidos por las chicas que por los chicos, sin embargo, parecen utilizar más el castigo físico con los varones.
Las mujeres afirman experimentar más sentimientos negativos antes de implicarse en peleas verbales o físicas
Los varones manifiestan con mayor frecuencia conductas antisociales y de formas más graves que las mujeres, diferencia que se manifiesta desde la infancia y en cualquier contexto.

2. Diferencias asociadas a la edad Loeber y Farrington, 2001 Robins, 1986; Moffit, 1993 Wolfgang et al., 1972; Garrido, 1984; Farrington, 1995 Farrington, 1991; Thornberry, Huizinga y Loeber, 1995; Tremblay, 2001; Krohn et al., 2001; Thornberry, 2004  Scott, 2004 Maahs, 2001; Thornberry, 2004
Las primeras manifestaciones agresivas y violentas tienen su aparición a los dos o tres años de edad.
Las conductas antisociales de la niñez / adolescencia pueden predisponer a una mayor inadaptación social en la adultez
Las carreras delictivas comienzan entre el inicio y la mitad de la adolescencia, caracterizándose por una elevada reincidencia y prontitud en la aparición de conductas antisociales.
La aparición temprana del comportamiento violento y la delincuencia predice una mayor cronicidad y gravedad del delito violento, pero no está claro como esa pronta iniciación determina el posterior aumento de la violencia con el paso de los años.
La mayor parte de las conductas antisociales graves tienen sus raíces en la infancia temprana, siendo muy pocas personas las que se convierten por primera vez en serios antisociales en la edad adulta.
El inicio temprano no equivale invariablemente a la delincuencia, pero si es cierto que aumenta la probabilidad.

Factores psicológicos

Los factores psicológicos hacen referencia, básicamente, a una serie de variables y características de la personalidad, a determinados problemas de conducta y/o psicopatológicos, así como a la influencia diferencial de los estilos de afrontamiento y/o actitudes personales
(véase resumen Tabla 3.4.)

Hiperactividad y déficit de atención y concentración

Multitud de estudios han relacionado una serie de características psicológicas tales como la hiperactividad y los déficits de atención y concentración, con una probabilidad incrementada de manifestar conductas antisociales en el futuro, a la vez que han corroborado las diferentes características que van asociadas a la presencia o ausencia de hiperactividad.
Así, y siguiendo a Rutter et al., (2000), la conducta antisocial que va acompañada de hiperactividad y/o falta de atención se destaca del resto por la presencia de las siguientes características: a) un inicio temprano en la niñez (Campbell, 1997; Farrington et al., 1996b; Taylor, Chadwick, Heptinstall y Danckaerts, 1996; Thornberry, 2004), b) una fuerte asociación con disfunción social y déficit en las relaciones con sus coetáneos (Stattin y Magnusson, 1995), c) alta persistencia al entrar en la vida adulta (Farrington et al., 1996b; Loeber, Keenan y Zhang, 1997; Moffitt et al., 1996; Thornberry, 2004), d) asociación con problemas cognitivos (Fergusson, Horwood y Lyneskey, 1993; Hinshaw, 1992; Rutter et al., 1997), e) buena respuesta a la medicación estimulante (Taylor et al., 1987) y f) un fuerte componente genético (Eaves et al., 1997; Silberg et al., 1996).

El estudio de Loney, Whaley-Klahn, Kosier y Conboy (1983), indica que la hiperactividad es una característica individual que no se comparte con los hermanos. En su estudio, los niños diagnosticados como hiperactivos eran notablemente más violentos que el total de sus hermanos varones, aunque reconocen que aún no se comprenden bien los mecanismos por los cuales la hiperactividad se relaciona con la violencia posterior. Asimismo, añaden, que la evaluación de los profesores sobre los problemas de concentración que presentaban los niños también predecía los comportamientos violentos posteriores, tanto en la adolescencia como en la adultez, en el caso de los varones. De la misma forma, y sugiriendo modelos multivariados para entender los comportamientos violentos, el tener problemas de concentración también predice dificultades académicas, lo que en sí mismo es un predictor de violencia posterior. Por último, la evaluación de los profesores sobre la presencia de inquietud o hiperactividad en los niños, incluyendo la dificultad para permanecer sentado, la tendencia a estar inquieto o agitarse y la frecuencia con la que hablaban estaban positivamente relacionados con la violencia posterior en el caso de los varones.

Farrington (1989a) encontró relación entre problemas de concentración, impulsividad y conductas de riesgo en niños de 8 y 10 años y una mayor probabilidad de autoinformar violencia entre los 16-18 años y con mayor probabilidad de haber realizado crímenes violentos entre los 10 y los 32 años. De la misma forma, Mannuzza, Klein, Konig y Giampino (1989) encontraron en un estudio prospectivo de niños varones de raza blanca, diagnosticados y tratados por hiperactividad durante la infancia frente a un grupo control, que en la edad adulta, entre los 19 a los 26 años, presentaban mayor porcentaje de delitos de robos y asaltos registrados oficialmente.

Por ejemplo, en el estudio longitudinal de Orebro en Suecia, también hallaron que el 15% de los chicos que presentaban problemas de hiperactividad y dificultades de concentración a los 13 años, fueron arrestados por comportamientos violentos a la edad de 26 años, frente al el 3% de los demás chicos (Klinteberg, Andersson, Magnusson y Stattin, 1993).
Así, los niños hiperactivos e inquietos, que tienen problemas de concentración en la escuela y que asumen conductas de riesgo, están en un mayor riesgo de desarrollar comportamientos violentos en el futuro que aquellos que no poseen estas características. Otro estudio longitudinal sueco señalaba la medida en que los niños con múltiples problemas como la hiperactividad, falta de concentración, baja motivación escolar, rendimiento por debajo del nivel exigido y las deficientes relaciones con los de su misma edad, presentaban mayor probabilidad de cometer conductas delictivas y abuso de alcohol en la etapa adulta (Stattin y Magnusson, 1995).

Maguin et al. (1995), en el Proyecto de Desarrollo Social de Seatle, estudian prospectivamente en una muestra de adolescentes, la influencia de diferentes variables individuales sobre la delincuencia, encontrando que el haber presentado a la edad de 10, 14 y 16 años problemas de hiperactividad y déficit de atención predecía comportamientos violentos autoinformados a la edad de 18 años.
La presencia de la hiperactividad también ha sido relacionada con la probabilidad de manifestar actos delictivos tempranos, así como con una mayor probabilidad dereincidencia en el delito en la vida adulta (Farrington et al., 1996c). Estudios complementarios realizados con niños hiperactivos y/o con déficit de atención han evidenciado también el posterior desarrollo en la adolescencia de conductas antisociales (Campbell, 1997; Taylor et al., 1996). Así, en el estudio longitudinal de Pittsburgh, se encontró que apesar de que la hiperactividad se asociaba con un mayor riesgo de presentar todas las formas o tipos de conducta antisocial, la asociación principal se daba con la persistencia de esas conductas más que con su gravedad (Loeber et al., 1997).

De la misma forma, estudios más recientes también confirman esta relación. Así, Himelstein (2003) encontró que tanto la presencia de conductas agresivas como problemas de hiperactividad en la infancia contribuían a predecir la conducta antisocial en la adolescencia. Barkley, Fischer, Smallish, Fletcher (2004), han señalado que los niños hiperactivos cometen actos antisociales con más frecuencia y variedad frente a los no hiperactivos, mientras que Simonoff et al. (2004) resaltan tras sus hallazgos que, tanto la presencia de problemas de hiperactividad como de trastornos de conducta en la infancia, tienen un fuerte poder predictivo sobre la aparición posterior de trastorno antisocial de la personalidad y problemas de delincuencia en la etapa adulta.

Trastornos emocionales: ansiedad y depresión

Una segunda categoría de las características psicológicas investigadas en relación al comportamiento antisocial y/o violento son las emociones negativas en las que se incluyen, fundamentalmente, la ansiedad y la depresión. Muchos individuos que ejercen conductas antisociales manifiestan una alta comorbilidad con trastornos emocionales (Dishion, French y Patterson, 1995; Lahey y McBurnett, 1992). En varios estudios longitudinales y epidemiológicos en población general se ha podido comprobar la relación existente entre perturbaciones emocionales y una mayor probabilidad de ejercer conductas antisociales (Lund y Merrell, 2001; Nottelman y Jensen, 1995; Simonoff et al., 1997). Asimismo, Stefuerak, Calhoun y Glaser (2004) sugieren en su estudio que los trastorno emocionales podrían ser considerados como un canalizador hacia la delincuencia, así como también la personalidad antisocial.

En relación a diferencias sexuales, Smith (2002) encontró que los factores de riesgo emocionales afectarían más a las niñas que a los niños para el incremento de la conducta antisocial, encontrando también dichas diferencias para los factores de riesgo familiares.
En relación a la depresión, los hallazgos subrayan que en la medida de que la conducta antisocial va asociada a perturbaciones depresivas, aumenta el riesgo de que aparezcan conductas suicidas (Hinshaw et al., 1993; Rutter, Silberg y Simonoff, 1993; Rutter et al., 1997). Sin embargo, también ha parecido una correlación ligeramente negativa entre el nerviosismo y la ansiedad y la posibilidad de ejercer conductas antisociales (Mitchell y Rosa, 1979), e incluso estudios que no han mostrado tal relación (Farrington, 1989b; Vermeiren, Deboutte, Ruchkin y Schawab, 2002; Vermeiren et al., 2004).
Respecto a la depresión, no debemos olvidar que presenta una comorbilidad con la agresión en el 50% de los casos, por lo que muchos jóvenes deprimidos expresan su malestar mediante conductas oposicionistas o violentas, tanto verbalmente como hacia uno mismo, este el caso de la adicción a las drogas, conductas de riesgo o el suicidio (Del Barrio, 2004a). En esta dirección, Fombonne et al. (2001) encuentra como aquellos jóvenes que presentaban depresión y trastornos de conducta asociados, tenían mayor riesgo de cometer conductas suicidas, delictivas y presentaban mayor disfunción social en la vida adulta. Resultados similares fueron encontrados por Marmorstein y Iacono (2003).
Vermeiren et al. (2002) encuentran para ambos sexos y en tres ciudades de países distintos (Estados Unidos, Bélgica y Rusia), como la presencia de depresión, problemas de somatización, expectativas negativas sobre el futuro y búsqueda de sensaciones se incrementaba gradualmente y en función de la presencia de conducta antisocial y su severidad.

Basándose en dos estudios longitudinales realizados con sujetos canadienses y de Nueva Zelanda, Fergusson et al. (2003) examinaron la relación entre depresión y relacionarse con pares desviados. Ambos estudios llegaron a la conclusión de que el asociarse con pares desviados conllevaba a un aumento de comportamientos problemáticos y cuyas consecuencias negativas serían las que llevarían a la depresión.
Vermeiren et al. (2004), encuentran que los sujetos antisociales presentan más problemas emocionales, exceptuando la ansiedad, pero contrariamente a lo esperado, los antisociales que habían sido arrestados no presentaban mayor depresión que los no arrestados
Diversos estudios han mostrado también cómo los individuos con conductas antisociales presentan trastornos o síntomas emocionales concomitantes entre los que aparecería la depresión, características como el autoconcepto disminuido o desconfianza hacia el otro (Achenbach, 1991; Carrasco, Del Barrio y Rodríguez, 2001; Caron y Rutter, 1991; Del Barrio, 2004a; Muñoz-Rivas, Graña, Andreu y Peña, 2000; Thornberry, 2004; Wilde 1996).
Estos elementos no son exclusivos de la depresión, ya que también se encuentran estrechamente vinculados a la conducta antisocial y a la agresión. Así, los adolescentes deprimidos y sin autoestima sienten que no tienen nada que perder cuando se embarcan en una conducta socialmente reprobable, a la vez que no valoran su vida, por lo que no temen ponerla en riesgo (Del Barrio, 2004a; Wilde 1996)
.
Asociación con trastornos mentales graves

a) Conducta antisocial y el consumo de sustancias

 En la actualidad, existe suficiente bibliografía acumulativa acerca de la fuerte asociación que hay entre el consumo de sustancias y la conducta antisocial; además de los múltiples factores de riesgo que el consumo de drogas/alcohol y la violencia comparten (Boles y Miotto, 2003; Dorsey, Zawitz y Middleton, 2002; Hodgins, 1993; MacCoun, Kilmer y Reute, 2002; Marzuk, 1996; Nagin y Tremblay, 2001; Room y Rossow, 2001; White y Gorman, 2000; White, 2004). No obstante, existen varios modelos alternativos que intentan explicar por qué el consumo de drogas y alcohol es un factor de riesgo para la conducta antisocial en jóvenes y adolescentes. Por ejemplo, en algunos adolescentes, los efectos del consumo de alcohol degeneran, en ocasiones, en conductas violentas (modelo psicofarmacológico) (Boles y Miotto, 2003; Ito et al., 1996; MacCoun et al., 2002; Parker y Auerhahn, 1999). De la misma forma, las drogas pueden provocar delitos predatorios cuyo fin es obtener dinero para costear el consumo (modelo de motivación económica) (Anglin y Perrochet, 1998; Dorsey et al., 2002; Nadelmann, 1998); o porque el mismo sistema de distribución y consumo de drogas está inherentemente vinculado al delito (modelo sistémico) (Goldstein, 1998; Miczek et al., 1994). Para otros, sin embargo, la conducta antisocial debilitaría la adherencia a las normas sociales, incrementando la implicación del individuo en el consumo ilegal de las drogas lo que les proporcionaría oportunidades y refuerzos para el incremento del consumo de dichas sustancias (Farrington, 1995; White, Brick y Hansell, 1993).
Finalmente, para otros, existirían grupos de factores comunes que incrementarían su implicación en todos los tipos de conducta desviada, incluyendo el consumo de drogas y la violencia (modelo de causa común) (Jessor y Jessor, 1977; White y Labouvie, 1994; White, 2004).

A continuación se revisarán algunas de las investigaciones empíricas que ponen de manifiesto la asociación entre la conducta antisocial y el consumo de drogas. Uno de los primeros estudios que informó del consumo de drogas y la conducta delictiva en jóvenes fue el de Robins y Murphy (1967), quienes con una muestra de 235 varones seleccionados de registros de escuelas, mostraron que los sujetos consumidores de droga se iniciaban en la marihuana y, a su vez, los delincuentes tenían mayor probabilidad de implicarse en el consumo de drogas que los no delincuentes. Asimismo, una vez que comenzaban en dicho consumo, los delincuentes progresaban más rápido hacia el consumo de heroína. Desde estos resultados, se empezó a suponer que la conducta antisocial era un predictor significativo del consumo de drogas.
Otro de los trabajos pioneros en este campo fue el realizado por Jacoby, Weiner, Thornberry y Wolfgang (1973). Este estudio retrospectivo examinó la relación entre el consumo de marihuana/heroína y la manifestación posterior de actividades delictivas. La muestra estaba compuesta por 995 adolescentes con edades comprendidas entre los 10 y 18 años de edad, seleccionados a través de registros oficiales y entrevistas. Los hallazgos señalaron una relación positiva y significativa entre el consumo de drogas y la actividad delictiva. Se demostró que, en primer lugar, el consumo de drogas seguía a la actividad delictiva y, por tanto, el consumo de drogas como causa de la delincuencia no tenía suficiente apoyo empírico. También se halló que los consumidores de drogas manifestaban mayores conductas antisociales que los no consumidores y que ésta aumentaba progresivamente con la edad.

Goode (1972) investigó al respecto la relación entre el consumo de marihuana y la realización de actos delictivos en 559 hombres de la población general, de edades comprendidas entre los 15 y los 34 años de edad. Comprobó si entre el consumo de marihuana y la delincuencia existía una relación causal o no. Cuando se les preguntó a los sujetos sobre la comisión de delitos bajo el consumo de alcohol o marihuana en las últimas 24 horas, los jóvenes no habían consumido marihuana pero sí alcohol, especialmente en la realización de delitos violentos. También encontró una relación significativa entre el consumo de marihuana y la delincuencia autoinformada, pero rechazaron cualquier relación causal.
Siguiendo esta línea argumental, Gold y Reimer (1974) analizaron los datos de una muestra de 1395 adolescentes entre 11 y 18 años. Se les aplicó un cuestionario que medía la comisión de delitos (desde leves a graves) y el consumo de marihuana y otras drogas. Encontraron que el consumo de sustancias, sobre todo marihuana, aumentaba con la edad, quizás porque los padres ya no lo veían como una delito grave y por el aumento de autonomía en el joven. No obstante, la delincuencia disminuyó tanto en hombres como en mujeres según aumentaba la edad de los jóvenes. Estos datos apoyaban la hipótesis causal, ya que el consumo de marihuana correlacionó con el mismo tipo de variables predictoras y con la frecuencia de realización de conductas antisociales.
En el estudio de ÓDonnell et al. (1976) la muestra estuvo compuesta por 3.024 hombres con edades comprendidas entre los 20 y 30 años. Este estudio analizó la relación entre droga y conducta antisocial de modo retrospectivo pidiendo a los sujetos que recordasen la realización de estas conductas desde los 12 años de edad. Los resultados indicaron que ambas secuencias temporales –consumo de marihuana/delincuencia o delincuencia/consumo de marihuana- son posibles. Si los jóvenes habían consumido a los 16 años, este consumo precedía a la realización de actos antisociales (robar); si los sujetos habían consumido a partir de los 17 años, ya habían realizado delitos previos (robar un coche). De este estudio, se dedujo, entre otras cuestiones, la dificultad de encontrar una relación causal definitiva entre ambos comportamientos.

Otros trabajos como el de Inciardi (1980), con una muestra de 514 escolares (con edad media de 19,3 años) y otra muestra compuesta por 166 consumidores localizados en la calle (19,8 años de media), evidenció que, en los estudiantes, el consumo se iniciaba a los 15 años y la delincuencia a los 14 años, mientras que en los jóvenes de la calle, el consumo de heroína comenzaba a los 13 y los delitos a partir de los 14 años. Estos resultados evidenciaron que los patrones de consumo y de actividad delictiva variaban en función del tipo de consumidores considerados, del lugar y de la influencia de otras variables tales como el nivel socioeconómico, el lugar de residencia y de otros factores socioambientales.
Windle (1990) encontró que manifestar de forma temprana conductas antisociales, no relacionadas con el consumo de drogas, predecía prospectivamente diversas formas de uso de sustancias en la postadolescencia, especialmente el consumo de alcohol. Otros estudios, sin embargo, han mostrado una relación recíproca baja o ausente entre el uso de sustancias y la delincuencia (Dembo, Williams, Wothke y Schmeidler, 1994, Dembo et al.,1995).
White y Labouvie (1994) examinaron la estructura de la conducta problema a través del análisis de los datos de un muestreo longitudinal prospectivo recogidos de una muestra compuesta por preadolescentes o adolescencia temprana (12 años), mediana adolescencia (15 años) y adolescencia tardía (18 años), en ambos sexos. Los modelos estructurales revelaron que el uso de sustancias y la delincuencia representaban dos dimensiones distintas de la “conducta problema”. Así, los hallazgos de estos estudios desafían la tendencia que existe a intentar comprender los problemas de conducta de forma independiente.

Estudios más novedosos como los realizados por Van Kammen, Loeber y StouthamerLoeber (1991), mostraron la existencia de una progresión de los jóvenes en las distintas sustancias (cerveza, vino-tabaco, licores-marihuana y otras drogas ilegales). Además, a mayor involucración en el consumo, mayor era la posibilidad de ocurrencia de problemas y conductas antisociales en los de mayor edad. Por tanto, habría una coexistencia de consumo de sustancias y delincuencia, e incluso una progresiva implicación en ambas.
Los estudios llevados a cabo por la NHSDA en Estados Unidos (SAMHSA, 1997), con amplias muestras de adolescentes entre los 12 y los 17 años, obtuvieron porcentajes de jóvenes que manifestaron cometer delitos por consumo de sustancias. Los mayores porcentajes giraron en torno al 73,7% de haber cometido un delito contra la propiedad habiendo consumido cocaína, alcohol y cannabis; seguido del 69,1% de haber cometido cualquier delito violento habiendo consumido alcohol, cannabis y cocaína; así como de un 21,2% que afirmaron cometer delitos violentos sólo con consumo de alcohol. Parece, por tanto, evidente la relación lineal entre el consumo de drogas y la conducta antisocial.
De la misma forma, y teniendo en cuenta algunos resultados obtenidos en España, Otero (1997), utilizó en su estudio varias muestras, una de escolarizados, otra de jóvenes institucionalizados, otra en tratamiento y por último de consumidores de la calle. Aquí sólo se comentarán los resultados encontrados en la muestra de población general escolarizados, compuesta de 3.982 sujetos (1.972 varones y 2.010 mujeres) con edades comprendidas entre los 14 y 18 años, dada fundamentalmente su aplicación a los resultados obtenidos en la presente investigación doctoral. En este estudio, las variables utilizadas fueron el consumo de drogas (legales, ilegales y médicas), la frecuencia de consumo, las conductas delictivas y su frecuencia como variables dependientes, y variables familiares, grupo de iguales y personales como independientes. Los resultados de este estudio indican que : a) el alcohol es el tipo de consumo que mayor relación estadística muestra con todas las actividades delictivas; b) la conducta contra normas es la actividad delictiva que, excepto para la heroína, presenta una mayor covariación con todos los tipos de consumo; c) el cannabis aparece como la sustancia ilegal más relacionada con las actividades delictivas; d) el consumo de heroína alcanza la mayor asociación con la conducta de vandalismo. A modo de resumen, parece evidente que la relación droga-conducta antisocial y delictiva no puede entenderse de forma global, sino que es necesario contextualizar en función del tipo de muestra, e, incluso, a qué sustancia y conducta delictiva se está haciendo mención. Teniendo en cuenta el resto de muestras del trabajo de Otero (1997), la explicación de la necesidad económica en la delincuencia-droga, únicamente parece razonable para el grupo de adolescentes en tratamiento, pero no se cumple para los adolescentes escolarizados, institucionalizados o de la calle.

Más recientemente, el estudio realizado por Mason y Windle (2002) examinó la existencia de relaciones recíprocas entre el uso de sustancias y la delincuencia autoinformada a través de una muestra de 1.218 estudiantes de secundaria. Se utilizó un longitudinal para investigar las interrelaciones entre los patrones dentro de la generalización de las dos conductas-problemas. Los análisis revelaron que el modelo de ecuaciones estructurales entre el policonsumo de sustancias y la delincuencia, en general, era evidente en los varones pero no en las mujeres. En los varones, el efecto de la delincuencia sobre el abuso de sustancias fue relativamente bajo pero consistente en el tiempo, mientras que el efecto del uso de sustancias sobre la delincuencia fue mayor pero restringido a aquellos adolescentes de menor edad.
Finalmente, se puede afirmar que existe una asociación positiva entre el consumo de drogas y la conducta antisocial y delictiva. Además, la involucración en el consumo de drogas de los adolescentes se asocia diferencialmente con distintas conductas contra las normas sociales y de convivencia en el caso de los sujetos escolarizados (Otero, 1997).

b) Conducta antisocial y otros trastornos psicopatológicos

También los trastornos psicóticos se han relacionado con la comisión de determinados delitos (destrucción de propiedad y crímenes violentos) que pueden tener su origen en procesos mentales anormales como las percepciones distorsionadas, el razonamiento defectuoso y la regulación afectiva defectuosa de las psicosis (Hersh y Borum, 1998; Marzuk, 1996; Taylor, 1993). Es conveniente señalar que el riesgo no se derivaría del propio diagnóstico de psicosis sino de los propios síntomas. La psicosis no solo se ha relacionado como el origen de conductas antisociales, sino que ha sido considerada como posterior al comienzo de las conductas antisociales en la niñez (Robins, 1966). Psicopatológicamente, este hallazgo sería comprensible en términos de una conducta antisocial intrínseca a las manifestaciones precoces de la esquizofrenia.

 En relación a otros diagnósticos como el autismo o el síndrome de Asperger, la proporción de delitos asociados es todavía más pequeña y ocasional (Tantam, 1988; Wolff, 1995), aunque algunos delitos parecen derivarse de la insensibilidad a los estímulos sociales, típico del autismo.
Sin embargo, los trastornos psicopatológicos más asociados a la conducta antisocial son el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, trastorno disocial, el trastorno negativista desafiante, bien porque ponen en riesgo al niño o adolescente para que las desarrolle o porque dichos diagnósticos conllevan en si mismo la presencia de estas conductas (APA, 2002; Kazdin y Buela-Casal, 2002; Lahey, Waldman y McBurnett, 1999; Loeber et al., 2000; Rutter et al., 2000). De la misma forma, la presencia de trastornos de la personalidad, y más concretamente la psicopatía, en la edad adulta, correlacionan con una mayor delincuencia violenta (Hare, 1991; Hare, 1998; Hare, Clark, Grann y Thornton, 2000 Moltó, Poy y Torrubia, 2000), mayor reincidencia (Rice y Harris, 1997) y quebrantamiento de la pena (Torrubia et al., 2000).

Iniciación temprana en la delincuencia, conductas violentas y otras conductas antisociales

La temprana aparición de la conducta violenta y delincuencia, predicen comportamientos violentos más serios y una mayor cronicidad de los mismos (Farrington, 1991; Krohn et al., 2001; Pfeiffer, 2004; Thornberry et al., 1995; Thornberry, 2004; Tolan y Thomas, 1995; Tremblay, 2001).  White (1992) evaluó la violencia autoinformada por 219 chicas y 205 chicos a los 15, 18 y 21 años, en el proyecto de Salud y Desarrollo Humano de Rutgers. La violencia a los 15 años predecía violencia en los años posteriores en el caso de los chicos, pero de forma menos consistente en el caso de las chicas.
Existe un grado de continuidad en el comportamiento violento. Hamparian, Davis, Jacobson y McGraw (1985) encontraron que el 59% de los jóvenes violentos eran arrestados en la edad adulta, y el 42% de estos delincuentes adultos recibían cargos por delitos violentos. Farrington (1995) encontró que la mitad de los jóvenes detenidos por un acto violento entre los 10 y 16 años, eran detenidos nuevamente por actos violentos a la edad de 24 años.
Mitchell y Rosa (1979) encontraron que tanto el robo como los comportamientos destructivos llevados a cabo entre los 5 y los 15 años predecían delitos violentos en la adultez, mientras que la desobediencia informada por los padres no era un predictor de violencia posterior en su muestra. Robins (1966) consideró la conducta desviada en la infancia y la violencia en la adultez en su estudio de 524 pacientes psiquiátricos y encontró que los hombres con una historia de comportamiento antisocial entre los 6 y 17 años, eran culpados con mayor frecuencia de robo, violación, asesinato y crímenes sexuales en la edad adulta. Sin embargo, este patrón no se encontró en el caso de las mujeres, lo que sugiere que hay menor consistencia en la conducta antisocial de las mujeres en comparación a los hombres.

En el estudio de Cambridge, Farrington (1989a) encontró que la presencia de problemas de disciplina entre los 8 y 10 años, la delincuencia autoinformada, el fumar regularmente cigarrillos y las relaciones sexuales tempranas a los 14 años, predecían violencia posterior en el caso de los chicos. Maguin y cols (1995) encontraron que los jóvenes que informaban haber vendido drogas entre los 14 y 16 años, mostraban una mayor variedad de comportamientos violentos a los 18. Farrington (2001) señala que haber sufrido detenciones por delitos no violentos en la adolescencia era mayor predictor de la violencia en la etapa adulta que las detenciones por delitos violentos, aun cuando ambas ejercían como factores de riesgo importantes para la violencia posterior. De la misma forma, Himelstein (2003) encuentra en su estudio que el factor de riesgo que más proporción de la varianza explicaba sobre la conducta antisocial en la adolescencia, era haber mostrado agresividad durante la infancia.
 Existen, por tanto, consistentes evidencias que sugieren que el involucrarse en cualquier forma de comportamiento antisocial en la infancia o adolescencia, está asociado con un mayor riesgo de violencia futura, especialmente en el caso de los chicos, sin embargo, y como apunta Maahs (2001), sería insuficiente como causa única.
Por último, Thornberry (2004), en su investigación longitudinal de Rochester compara delincuentes infantiles o de “inicio temprano” con aquellos que empiezan a delinquir durante la adolescencia, encontrando claras diferencias tanto en la gravedad de los comportamientos como en la persistencia. Así, los delincuentes infantiles (de inicio temprano), no sólo se implicaban en un mayor número de actos antisociales y delictivos, sino también en el consumo de drogas, en relaciones sexuales a edades tempranas y comportamientos más graves y violentos, además de presentar una mayor persistencia de su comportamiento hacia la adultez, relacionandose con la aparición de una carrera delictiva y criminal más extensa.

Variables de personalidad: impulsividad, búsqueda de sensaciones, empatía, autoestima y agresividad

Numerosos estudios han relacionado determinadas características de la personalidad con la conducta antisocial. Son varias las teorías psicológicas que señalan los rasgos de personalidad diferenciales de los delincuentes (Cloninger, 1987; Eysenck, 1977; McCrae y Costa, 1985; Zuckerman, 1994) y muchas han sido las variables de personalidad asociadas al riesgo de implicación en conductas delictivas.
Cuando se analiza la estructura de la personalidad de niños y adolescentes se hallan distintas variables en función de los distintos marcos teóricos de partida. Existen dos modelos bastantes próximos: las tres dimensiones de Eysenck y Eysenck (1978) (neuroticismo, extraversión y psicoticismo) y los cinco grandes o Big-Five de McCrae y Costa (1985) (amabilidad, apertura a la experiencia, neuroticismo, extraversión y responsabilidad).
El neuroticismo y la extraversión han sido las estructuras básicas constantemente relacionadas con la conducta antisocial, delincuencia o violencia. Así, Del Barrio (2004b), señala que la extraversión propicia en sí misma una forma de vida en la que el comportamiento antisocial florece con más probabilidad debido a las siguientes características: búsqueda de sensaciones, baja percepción del riesgo y baja capacidad para la gratificación. Respecto al neuroticismo, se ha encontrado también en población española asociación con la delincuencia, tanto en adultos como en niños (Del Barrio, Moreno y López, 2001; Sobral, Romero, Luengo y Marzoa, 2000). Respecto a los nuevos factores de Big-Five, los hallazgos son parecidos, los jóvenes violentos tienen niveles más bajos de responsabilidad y amabilidad (John et al., 1994). La conducta antisocial, por tanto, estaría positivamente relacionada con los factores de neuroticismo, extraversión y psicoticismo, mientras que, por el contrario, se muestra negativamente relacionada con responsabilidad, amabilidad y apertura a la experiencia (Del Barrio, 2004b).

 Sin embargo, se prestará exclusivamente atención a aquellas variables procedentes de las teorías de la activación, la impulsividad y la búsqueda de sensaciones, empatía, autoestima, así como a la agresividad, puesto que son las que han generado un cuerpo de resultados con mayor solidez y consistencia.
Puesto que, como se ha señalado en repetidas ocasiones, la conducta antisocial constituye un fenómeno multicausal, son necesarios acercamientos no fragmentarios y parcialistas, que den cabida a agrupaciones de distintos factores (Elliot et al., 1985). En este sentido, se ha subrayado la conveniencia de realizar acercamientos longitudinales que tengan en cuenta la consistencia y estabilidad de los rasgos de la personalidad(Barnea, Teichman y Rahav, 1992).

• La impulsividad

 Eysenck y Eysenck (1978) relacionaron la impulsividad con su teoría de los tres superrasgos de personalidad: extraversión, neuroticismo y psicoticismo. La impulsividad, en una definición amplia (impulsividad como asunción de riesgos, no planificación e irreflexión) correlacionaría positivamente con la extraversión y psicoticismo mientras que, la impulsividad en una definición más restringida correlacionaría positivamente con el neuroticismo y el psicoticismo. En un sentido amplio de la definición de impulsividad ésta correlacionaría con la delincuencia. Sin embargo, las predicciones son matizables en tanto en cuanto Eysenck y Eysenck (1978) admiten que el término psicoticismo usado por ellos no se corresponde con el contenido general del concepto.

Existen estudios al respecto que parecen constatar que la impulsividad presenta una relación más potente con el neuroticismo que con la extraversión (Romero, Luengo, Carrillo y Otero, 1994c; Schweizer, 2002). Se entiende por impulsividad la tendencia a responder rápidamente y sin reflexión a los estímulos, cometiendo por ello un alto porcentaje de errores en la respuesta (Schweizer, 2002). Aunque la confusión conceptual es una de las características más dominantes del constructo impulsividad, si está claro que conjuga aspectos como las dificultades para considerar las consecuencias de la propia conducta, un estilo rápido o precipitado y poco meditado a la hora de tomar decisiones, las dificultades para planificar el propio comportamiento y la incapacidad para ejercer un control sobre él (McCown y DeSimone, 1993), sin olvidar un aspecto especial de la impulsividad, que es la incapacidad que el sujeto tiene para diferir la gratificación (Roberts y Erikson, 1968). De esta forma, todas estas características que implica la impulsividad incrementarían la probabilidad de aparición de conductas antisociales y violentas, siendo considerada como uno de los factores de riesgo más potentes de tales conductas ( Huang et al., 2001; Patterson, 1992).

En cualquier caso, habría una estrecha covariación entre la impulsividad y la delincuencia tanto en muestras de sujetos institucionalizados (Eysenck y McGurk, 1980; Royse y Wiehe; 1988), como en la población general (Eysenck, 1981; Farrington, 1989a; Rigby, Mak y Slee, 1989) o autoinformada (Carrillo, Romero, Otero y Luengo, 1994; Sobral et al., 2000b). Asimismo, a través de estudios longitudinales se ha puesto de relieve la capacidad de la impulsividad para predecir la evolución de la conducta antisocial de los jóvenes (Luengo, Carrillo, Otero y Romero, 1994).

El análisis del estudio de Cambridge de 411 chicos de Londres, realizado por Farrington (1989a) encontró también que la impulsividad en la niñez era predictora tanto de la violencia autoinformada como de la violencia registrada oficialmente. La evidencia de estos estudios revela, consistentemente, una relación positiva entre hiperactividad, problemas de atención y concentración, impulsividad y conductas de riesgo, con posteriores conductas violentas. Cuando estos factores se combinan resultan particularmente más relevantes en la predicción de la violencia. Caspi et al. (1994), en un estudio con doble muestreo para varones y mujeres, asociaban la delincuencia a un débil autocontrol o a una elevada impulsividad, así como a una emotividad negativa (tendencia a estar enojado, ansioso o irritable).

Tremblay, Pihl, Vitaro y Dobkin (1994) demostraron la relación existente entre la impulsividad mostrada por los niños en el jardín de infancia y su posterior predicción de la delincuencia a los 13 años. White et al., (1994) encontraron que la impulsividad conductual era un predictor de la delincuencia más fuerte que la impulsividad cognitiva.Así, Krueger, Caspi, Moffittt y White (1996) encontraron que los niños que manifestaban dificultades para retrasar las satisfacciones o bajo autocontrol a la edad de 12 años, se asociaba a la presencia de conductas antisociales y no con dificultades emocionales. Stuewig (2001) encuentra que la impulsividad está relacionada con la conducta antisocial junto con otros factores como la búsqueda de sensaciones, el temperamento, logro académico y uso de sustancias por parte de los pares, de tal forma que, de sus modificaciones dependerá de que dicha conducta desista o persista en el tiempo.

Estudios con muestra española también confirman dicha relación. Así, Sobral et al. (2000a) confirman en su estudio como la impulsividad se muestra como una variable de suma importancia en la explicación de la conducta antisocial. Pero además, encuentran como puede potenciar los efectos de una serie de factores de riesgo cuando se asocia a ellos, como bajo apoyo parental y apego escolar, pertenencia a grupos desviados, y en el caso de las chicas, déficits socioeconómicos. También encuentran como los varones presentan mayores niveles de impulsividad y, por tanto, de conducta antisocial. De la misma forma, Mestre, Samper y Frías (2002) encontraron en una muestra de adolescentes que aquellos que eran más impulsivos e inestables emocionalmente, eran los más propensos a emitir comportamientos agresivos y antisociales. A resultados similares han llegado Garaigordobil et al. (2004) en una muestra infantil de 10 a 12 años. Estos resultados apoyan los encontrados por Bandura (1999); Eisenberg, Fabes, Guthrie y Reiser (2000).

Luengo et al. (2002) señalan que la impulsividad aparece asociada a otra serie de variables que potencian su poder predictivo sobre la conducta antisocial. Por un lado, estos jóvenes impulsivos presentan dificultades en la resolución de problemas y la toma de decisiones, en la demora de la gratificación y en tener una perspectiva temporal a largo plazo que les ayudaría a prestar atención a las consecuencias de sus conductas. De la misma forma, Schweizer (2002) ha encontrado pruebas que demuestran que la impulsividad correlaciona negativamente con el razonamiento. Dichas dificultades pondrían al adolescente en riesgo de implicarse en conductas problemáticas.

• La búsqueda de sensaciones

En lineas generales, este rasgo de personalidad representa la necesidad de buscar y experimentar sensaciones novedosas, variadas y complejas, de las que pueden derivarse riesgos físicos y/o sociales (Zuckerman, 1979; p. 10). Zuckerman relaciona la búsqueda de sensaciones con el componente impulsivo de la extraversión, la carencia de acuerdo con las normas sociales, la irresponsabilidad y el bajo auto-control. De forma contraria, la ausencia de búsqueda de sensaciones indica conformidad con las normas sociales y un comportamiento controlado y convencional.
La búsqueda de sensaciones ha mostrado su relación con estar involucrado en actividades desviadas (Del Barrio, 2004a; Levine y Singer, 1988; Newcomb y McGee, 1991). Son muchos los estudios que muestran una relación positiva entre la búsqueda de sensaciones y la conducta antisocial autoinformada en sujetos de población general. Esta interrelación se hace evidente, además, tanto en muestras de adultos (Levenson, Kiehl y Fizpatrick, 1995; Pérez y Torrubia, 1985) como en muestras de adolescentes (Luengo, Otero, Mirón y Romero, 1995; Romero, 1996; Simó y Pérez, 1991) y de niños (Kafry, 1982).

Agnew (1990), encontró en sus trabajos que la búsqueda de riesgo y aventuras, la curiosidad y el deseo de superar el aburrimiento eran las razones más frecuentes dadas por los jóvenes a la hora de explicar su conducta delictiva. Maguin et al. (1995), en el Proyecto de Desarrollo Social de Seatle, estudian prospectivamente en una muestra de adolescentes, la influencia de diferentes variables individuales sobre la delincuencia, encontrando que el haber llevado a cabo conductas de riesgo a la edad de 14 y 16 años, predecía los comportamientos violentos autoinformados a la edad de 18 años.

En un estudio realizado por Otero, Romero y Luengo (1994), utilizando la técnica de análisis de datos de los modelos de ecuaciones estructurales, se pudo verificar que la puntuación total en la búsqueda de sensaciones posibilitaba la predicción de la conducta antisocial en un periodo de seguimiento de tres años. De la misma forma, Schmeck y Poustka (2001) confirman la relación entre el temperamento difícil y los problemas de agresión y violencia en niños y jóvenes, pero sobre todo cuando este tipo de temperamento se asocia con una alta necesidad de búsqueda de sensaciones. Herrero, Ordoñez, Salas y Colom (2002) constatan, a través de una muestra de delincuentes en prisión y adolescentes, como aquellas personalidades antisociales puntuaban más alto en ausencia de miedo, búsqueda de sensaciones e impulsividad, no encontrando diferencias en estas variables al comparar los adolescentes con los presos, llegando incluso los adolescentes a puntuar más alto en impulsividad, rasgo propio de esta etapa.

Para finalizar, Romero et al. (1999) proponen la conveniencia de examinar por separado los distintos factores que forman parte del constructo “búsqueda de sensaciones” y, en especial, la “desinhibición” y “búsqueda de experiencias” que parecen ser las dimensiones más estrechamente ligadas a la conducta antisocial, sobre todo en muestras de adolescentes. Por el contrario, la “búsqueda de emociones y aventuras” estarían más débilmente relacionadas con dichas conductas.

• La Empatía

En el área de la delincuencia se han desarrollado amplias líneas de trabajo en torno a un componente específico de la habilidad social: la empatía. Se define como una respuesta afectiva para la aprehensión y comprensión del estado emocional del otro (Eisenberg et al., 1996) o la capacidad para “ponerse en lugar” del otro. Gladstein (1984) (cit. en Del Barrio, 2004a) añadiría otra faceta, la de sentir necesidad de ayudar al que lo necesita. Estudios con niños o jóvenes antisociales y delincuentes han mostrado que éstos presentan ciertos déficits a la hora de identificar y comprender los estados internos de los otros (pensamientos, perspectivas, sentimientos) (Bandura, Barbarelli, Caprara y Pastorelli, 1996; Del Barrio, Mestre y Carrasco, 2003; Del Barrio, 2004b; Garaigordobil et al., 2004; Mestre et al., 2002; Sezov, 2002). Este déficit parece especialmente acusado en la capacidad para “sentir” los afectos de los demás (Calvo, González y Martorell, 2001; Mirón, Otero y Luengo, 1989; Romero, 1996).

Los individuos antisociales parecen mostrar una menor capacidad para “identificarse” con los sentimientos de otras personas. Esto supondrá una menor inhibición a la hora de infligir algún daño a los demás. En contraposición, la empatía es la base de la conducta altruista, que resulta incompatible con agredir al otro, es lo que se considera conducta prosocial.
Numerosos estudios han demostrado empíricamente la relación positiva que existe entre empatía y la conducta prosocial (Bandura et al., 1996; Fuentes et al., 1993; Hoffman, 1990). Así pues, la empatía favorecería los actos altruistas y limitaría la conducta antisocial (Hoffman, 1990; Sobral et al., 2000b). En relación a esto, Mestre et al. (2002) encuentran en su estudio que la empatía aparece como el principal motivador de la conducta prosocial, tanto en sus componentes cognitivos como emocionales, e inhibidora de la conducta agresiva.
Una de las razones por las que las chicas son menos agresivas que los chicos se debe a sus altos niveles de empatía (Worthen, 2000) y las consecuentes capacidades para hacer amigos y pertenecer a grupos. Por tanto, si se promueve la empatía, ésta facilitará la conducta afectiva hacia los demás, el respeto hacia la propiedad ajena y la medición para evitar las agresiones y la violencia, conformandose como un factor de protección de la conducta antisocial.

• La Autoestima

En el campo de la conducta problema, muchos autores han asumido que, en alguna medida, la autoimagen y la autovaloración son factores implicados en la etiología de la conducta desviada. Ya en los años 50, ciertos representantes de las teorías del control social (Reckless, Dinitz y Murray, 1956) sostuvieron que en condiciones sociales de alto riesgo, los individuos con un autoconcepto positivo mostraban una menor vulnerabilidad hacia la conducta antisocial. Utilizando términos actuales, el autoconcepto sería un “factor de protección” que amortigua los efectos de una situación de riesgo. Otros autores han teorizado sobre la autoestima postulando mecanismos de compensación, donde la conducta problema (violencia, consumo de drogas) sería un medio para restaurar una autoestima deteriorada (Kaplan, 1984; Steffenhagen, 1980; Toch, 1992). En contraposición, otros consideran que la sobrevaloración de sí mismos también puede provocar el mismo efecto, fundamentalmente en la infancia media (Edens, 1999, cit. en Del Barrio, 2004b), ya que produce percepciones narcisistas que dificultan una buena integración en el grupo. De la misma forma, Baumeister, Smart y Boden, (1996) confirma esta idea, añadiendo como una alta autoestima puede llevar al adolescente a responder de forma agresiva ante cualquier situación que el considere inaceptable o que amenace su ego.

La evidencia empírica sobre la relación autoestima-conducta problema ha mostrado aspectos contradictorios. Algunos trabajos han apoyado la hipótesis de la compensación (Kaplan, 1978) aunque, en general, la correlación entre autoestima y conducta desviada se muestra débil (McCarthy y Hoge, 1984). No obstante, existen diversos trabajos que han hallado correlaciones entre bajo autoconcepto o baja autoestima y mayor presencia de conductas amenazantes y agresivas (Calvo et al., 2001; Garaigordobil et al., 2004; Marsh, Parada, Yeung y Healey, 2001; O’Moore y Kirkham, 2001) y otros que han encontrado una relación positiva entre autoimagen negativa y algunos factores de riesgo de la conducta antisocial, como son la depresión, el bajo rendimiento académico, falta de vínculos familiares, pocas habilidades sociales y baja autoeficacia (Alonso y Román, 2003; Bosacki, 2003; Carrasco y del Barrio, 2003; Del Barrio, Frías y Mestre, 1994; Simons, Partenite y Shore, 2001).

 Sin embargo, en los últimos años, se ha sugerido que para entender adecuadamente tal relación, habrá que atender a la naturaleza multidimensional de la autoestima (Romero et al., 1995a). Desde esta perspectiva, se plantea la necesidad de tener en cuenta que las personas podemos mantener autovaloraciones distintas en diferentes campos de nuestra experiencia; por ejemplo, un individuo puede valorarse positivamente en cuanto a sus capacidades académicas y, sin embargo, autorrechazarse en el campo de la interacción social. Por tanto, para examinar la asociación entre la autoestima y la conducta desviada, habrá que evaluar esas diferentes dimensiones, por lo que los trabajos que se limitan a analizar la autoestima “global” pueden enmascarar el tejido de relaciones entre la conducta y los distintos “campos” de la autoestima. De hecho, cuando se examinan diferentes dimensiones se encuentra que la conducta problema se relaciona negativamente con la autoestima en la familia y en la escuela; sin embargo, se relaciona positivamente con la autoestima en el ámbito de los amigos (Romero, Luengo y Otero, 1998). Se ha sugerido que las hipótesis relacionadas con la “autocompensación” podrían ser reconsideradas en sintonía con estos hallazgos (Leung y Lau, 1989). Quizás, efectivamente, una baja autoestima sirva de motivación a la conducta problema, es decir, una baja autoestima en la familia y en la escuela la que conduciría a rechazar las normas convencionales. La conducta problemática podría restaurar en alguna medida la autovaloración pero únicamente en el ámbito de los amigos.

• La agresividad

Muchos investigadores han encontrado cierta relación y continuidad desde la agresividad temprana hacia la conducta antisocial en la adolescencia y la presencia de crímenes violentos (Loeber, 1990; Loeber y Hay, 1996; Olweus, 1979; Pfeiffer, 2004; Thornberry, 2004; Tremblay, 2001; Velázquez et al., 2002).
Es obvio que la agresividad es un atributo bastante estable, los niños que hacia los 2 año Iannotti y Zahn-Waxler, 1989; cit. en Shaffer, 2002). Estudios longitudinales realizados en Islandia, Nueva Zelanda y EE.UU. rebelan, además, que la cantidad de  conducta agresiva que muestran los niños entre 3 y 10 años de edad, es un predictor de  sus inclinaciones agresivas y antisociales a lo largo de su vida (Hart et al., 1997; Henry  et al., 1996; Newman et al., 1997). Huessmann et al. (1984), por ejemplo, realizaron un estudio longitudinal durante 22 años en un grupo de 600 participantes. En conclusión, los niños de 8 años muy agresivos presentaron a los 30 años de edad, mayores tasas de hostilidad y agresiones a sus parejas e hijos, así como condenas por delitos criminales.

Otros estudios también han señalado que el comportamiento agresivo medido entre la edad de los 6 y los 13 años predice consistentemente la violencia en varones (Farrington, 1989a; Olweus, 1979). En la misma línea, Stattin y Magnusson (1989) encontraron que dos tercios de los niños que ejercen agresiones contra los profesores entre los 10 y los 13 años presentan posteriormente historias de delitos violentos a la edad de 26 años. Sin embargo, esta relación no aparecía en el caso de las mujeres. Mc Cord y Ensminger (1995) encontró que casi la mitad de los niños que habían sido clasificados como agresivos por sus profesores a los 6 años, habían sido arrestados por crímenes violentos a la edad de 33, comparado con un tercio de sus compañeros no agresivos. Estos autores, encontraron resultados similares en chicas, en contraposición a los hallazgos de Stattin y Magnusson (1989). Estos estudios muestran una relación consistente entre la agresividad en los chicos desde los 6 años y el comportamiento violento posterior, manteniéndose, incluso en muestras hiperactivas (Loney, Kramer y Milich, 1983). De la misma forma, Barrera et al., (2002) y Hilmstein (2003) encuentran que la agresividad infanto-juvenil predecía comportamientos antisociales en un futuro próximo. A pesar de que muchos de los chicos que presentan un comportamiento agresivo durante la infancia no llegan a cometer crímenes violentos, lo cierto es que la conducta agresiva temprana y persistente, es una característica individual maleable que predice violencia futura (Thornberry, 2004).

Magnusson y Bergman (1990) encontraron al respecto que la agresividad se relacionaba con la delincuencia solamente cuando formaba parte de una constelación de problemas de comportamiento, sugiriendo así que era necesario considerar la conducta en términos de patrones generales y no solo de unos supuestos rasgos aparte. De forma semejante, Quinsey, Book y Lalumiere (2001) y Garaigordobil et al. (2004) encuentran altas correlaciones entre medidas de agresividad y conductas agresivas y puntuaciones en conducta antisocial.
Para terminar, señalar que la subdivisión de la agresividad en diferentes tipologías parece potencialmente muy útil (Ramírez y Andreu, 2003), pero se sabe poco acerca de la validez de los subtipos o de su importancia relativa para la conducta antisocial (Vitiello y Stoff, 1997).

Inteligencia

Se ha indicado en numerosas ocasiones que los comportamientos antisociales o violentos correlacionan negativamente con el cociente intelectual. Diversos estudios han mostrado la relación que existe entre déficits intelectuales y violencia, tanto en muestras de delincuentes (Rutter y Giller, 1988) como de estudiantes (Huesman, Eron y Yarmel, 1987), encontrando en este último correlación con bajos logros académicos. Otros autores han propuesto que la inteligencia modula el tipo de conducta antisocial (Heilbrum, 1982), encontrando violencia más impulsivas en psicópatas con un CI bajo frente a delitos de tipo sádico en aquellos que eran más inteligentes. Otros, han mostrado cómo el desarrollo cognitivo facilita la integración social y su deficiencia la dificulta (Donnellan, Ge y Wenk, 2002). Así, algunos han puesto en evidencia que una baja inteligencia se asocia a una peor adaptación al ámbito penitenciario, tanto en jóvenes como en adultos (Ardil, 1998; Forcadell, 1998; Miranda, 1998).

Los delincuentes, especialmente los reincidentes, tienden a presentar un cociente intelectual (CI) ligeramente inferior - cerca de 8 puntos en general- al de los no delincuentes.
Esta asociación ha sido confirmada en estudios epidemiológicos y longitudinales recientes (Lynam, Moffit y Stouthamer-Loeber, 1993; Maguin y Loeber, 1996; Moffitt, 1993). Así, se ha visto que un bajo CI va asociado a la conducta antisocial incluso después de tener en cuenta el nivel de logro académico, aunque puede que la asociación sea un tanto reducida. La relación entre el CI, dificultades de lectura y perturbaciones del comportamiento y conducta antisocial se aplica en buena medida a aquellas de inicio temprano y no a las que comienzan en la adolescencia (Robins y Hill, 1966; Stattin y Magnusson, 1995). Scott (2004) añade que un bajo CI por sí solo, no aumenta mucho el riesgo de comportamientos antisociales, pero en combinación con prácticas de crianza inadecuadas y otros factores de riesgo como la hiperactividad, sí tienen un efecto interactivo.

Aunque la relación entre el CI y la delincuencia ha resultado ser muy sólida, a tenor de los datos existentes no permite extraer ninguna conclusión firme. La investigación actual pone un mayor énfasis en el estudio de las diferencias individuales en los procesos cognitivos que generan un sesgo en las evaluaciones de los sucesos interpersonales (Ross y Fabiano, 1985).
Así por ejemplo, se ha constatado que los jóvenes agresivos se muestran más inexactos en la interpretación de las conductas de los otros en situaciones poco ambiguas y tienden a percibir intenciones hostiles en las interacciones interpersonales ambiguas (Dodge, 1986). Se ha puesto de manifiesto asimismo, que estos sujetos generan muy pocas soluciones afectivas a las situaciones interpersonales problemáticas y tienden a producir soluciones más agresivas cuando sufren rechazo social (Asarnow y Callan, 1985). Por otra parte, un buen desarrollo de las habilidades cognitivas, en especial las verbales, podría actuar como un factor de protección en el desarrollo de la conducta antisocial (Lynam et al., 1993). En este sentido, Isaza y Pineda (2000), encontraron en una muestra de jóvenes delincuentes un ejecución deficiente en pruebas que exigían habilidades verbales, como fluidez verbal y memoria verbal, poniendo de relieve las alteraciones en el cociente intelectual verbal que presentan los adolescentes infractores. Raine et al., (2002) también encontraron una asociación entre déficits verbales a la edad de 11 años y comportamientos antisociales en la adolescencia, presentando además, en edades más tempranas, déficits espaciales. De la misma forma, Garaigordobil et al. (2004) encuentran mayores deficiencias en las capacidades verbales en aquellos niños que presentan más conducta antisocial.

Por tanto, los individuos con bajas capacidades intelectuales y con ciertos sesgos cognitivos poseen peores habilidades interpersonales, siendo éstas las que dificultarían el proceso de socialización y facilitarían la aparición de la conducta antisocial (Torrubia,2004).  Rutter et al. (2000, p. 205) concluyen al respecto: “es posible que las deficiencias cognitivas que incrementan el riesgo lo hacen porque suponen alguna deficiencia en la detección intención-estímulo o en la planificación previa al decidir cómo responder a los desafíos sociales”. Esto podría interpretarse en términos de una deficiencia cognitiva que causaría riesgos no por ser deficiencia intelectual, sino porque el CI inferior estaría asociado a hiperactividad e impulsividad. Así, el riesgo de desarrollar conductas antisociales provendría de esos rasgos más que del propio nivel cognitivo en sí.

Actitudes y creencias normativas

Las denominadas teorías cognitivas del procesamiento de la información enfatizan la importancia que las actitudes, creencias y otras cogniciones sociales que se desarrollan durante la infancia y la adolescencia desempeñan en el comportamiento antisocial. En particular, Huesmann (1988), Huesmann y Eron (1989) y Huesmann et al., (1996), conceptualizan las creencias normativas como aquellas que hacen referencia a la aceptabilidad, justificación o adecuación del comportamiento agresivo, que son importantes mediadores y/o moduladores, contribuyendo de forma considerable al éxito de programas preventivos contra este tipo de comportamientos antisociales en jóvenes y adolescentes. Según los resultados obtenidos hasta el momento con el programa de prevención que estos autores realizaron en los EE.UU., las creencias normativas pueden verse modificadas a lo largo de la infancia y adolescencia bajo determinadas condiciones de intervención familiar, escolar y social. Por consiguiente, estos cambios afectarán posteriormente al comportamiento agresivo y, consecuentemente, podrán prevenirse determinados tipos de violencia y conducta antisocial.

En este sentido, determinados patrones de repuesta como la deshonestidad, las actitudes y creencias normativas y las actitudes favorables a la violencia, han sido relacionadas como predictores de violencia posterior (Ageton, 1983; Elliot, 1994; Farrington, 1989; Maguin et al., 1995; Thornberry, 2004; Williams, 1994; Zhang, Loeber, y StouthamerLoeber, 1997), siendo estas correlaciones más débiles en el caso de las chicas (Williams, 1994). Es posible que las actitudes antisociales sean síntomas del mismo constructo subyacente de violencia y que persista durante toda la vida.  Asimismo, se ha encontrado que un amplio rango de procesos cognitivo-sociales están distorsionados o son deficitarios en los niños agresivos (Coie y Dodge, 1997; Dodge y Schwartz, 1997; Lochman y Dodge, 1994). Así, presentan deficiencias en la atribución (con un locus de control típicamente externo), en la solución de problemas, la tendencia a considerar que el daño que se produce en circunstancias ambiguas o neutras deriva de un intento hostil por parte de quien lo provoca, lo que llaman sesgo atribucional hostil (Crick y Dodge, 1996; Guerra y Slaby, 1990), en la evaluación de conductas que favorecen la agresión, en la baja valoración de las características típicas de los jóvenes agresivos, abrigando ideas positivas acerca de la agresividad, considerándola socialmente normativa (Dodge y Schwartz, 1997). Estas distorsiones cognitivas se agudizan a medida que sus iguales los rechazan, mostrando al final de la adolescencia actitudes recelosas y llevándoles a reaccionar de forma explosiva y desviada (Scott, 2004). De la misma forma, Thorberry, (2004) también ha encontrado como aquellos chicos antisociales de inicio temprano presentaban más actitudes favorables al uso de la violencia y la delincuencia como forma de solucionar los problemas, frente a los de inicio tardío o los no delincuentes.

Un interesante estudio llevado a cabo en nuestro país, describe el papel que juega la percepción de las figuras de autoridad formales e informales en la inclinación a la conducta delictiva (Molpeceres, Llinares y Bernad, 1999). Los resultados sugieren que: a) la percepción de mayor o menor actividad en las figuras de autoridad relevantes apenas tiene incidencia en la mayor o menor implicación en conductas delictivas y transgresoras; b) que la percepción de competencia y firmeza es relevante en relación a las figuras de autoridad formales pero no en relación al padre; c) que la mayor o menor violencia y crueldad percibida es relevante en relación a todas las figuras de autoridad y, d) que tienden a aparecer diferencias en el juicio afectivo y moral de las tres figuras de autoridad en función de la tendencia a la transgresión, aunque estas diferencias son más acusadas en relación a las figuras de autoridad formal.
Los resultados de estos estudios sugieren que un patrón de conductas y actitudes tempranas que desafíen las reglas básicas del comportamiento tales como la honestidad y la veracidad estará asociado con conductas violentas posteriores. Por lo tanto, las intervenciones que busquen ayudar a los jóvenes a desarrollar creencias positivas y modelos de conducta que rechacen la violencia, la mentira y el desobedecer a las reglas y a las leyes, así como también actitudes positivas hacia el cumplimiento de las normas, serían prometedoras para la reducción de los riesgos hacia la violencia. Estos hallazgos destacan la importancia de lo que algunos han denominado “alfabetización” social y emocional (Goleman, 1995), esto es, el vida social, aprendiendo a respetar turnos, esperar en cola o decir la verdad.

No obstante, son muchas las formas en las que la violencia puede expresarse y muchas también las que se aducen para llegar a justificarla o legitimarla. Bandura (1973), al respecto, destaca una serie de situaciones que consistentemente se han implicado en la mayor producción de manifestaciones agresivas y antisociales en los sujetos: a) la atenuación de la agresión por comparación ventajosa, que consiste en disminuir los alcances de las propias acciones agresivas; b) la justificación de la agresión en función de principios elevados, fundamentándose la agresión en función de una serie de valores más elevados; c) el desplazamiento de la responsabilidad, logrando que la gente se conduzca de manera más agresiva cuando cualquier figura de autoridad asume la responsabilidad; d) la difusión de la responsabilidad, ocultando y difundiendo la propia responsabilidad por realizar prácticas agresivas; e) la deshumanización de las víctimas, desvalorizando a las víctimas se les puede agredir cruelmente sin que haya sentimientos de culpabilización o arrepentimiento; f) el falseamiento de las consecuencias, reduciendo al mínimo las consecuencias lesivas producidas en el agredido; y g) la desensibilización graduada, proceso incremental a través del cual, tras la ejecución repetida de actos agresivos, se van extinguiendo el malestar y el autorreproche, aumentando así el nivel de agresión de forma progresiva hasta que, por último, se llegan a cometer actos violentos y antisociales sin el menor remordimiento.

Asimismo, las investigaciones llevadas a cabo por Luengo (1985) y Romero (1996) ponen de manifiesto que la conducta desviada correlaciona con ciertas preferencias de valores con relevancia personal inmediata (placer, tiempo libre, sexo) y presentan un menor aprecio de los valores con trascendencia social más a largo plazo (solidaridad, justicia) o aquellos ligados a la socialización más convencional (religión, familia, orden, salud). Es importante señalar, que los valores anteriormente relacionados con la conducta antisocial, también lo están con variables tales como la impulsividad o la búsqueda de sensaciones (Luengo et al., 2002).

 Recursos personales y valores ético-morales

Es obvio que no todos los individuos que están expuestos a la acción de diferentes factores de riesgo manifiestan comportamientos antisociales. Existen un conjunto de variables cuyas influencias pueden cancelar o atenuar el efecto de los factores de riesgo conocidos y así, incrementar de algún modo la resistencia hacia ellos. Este sería el caso de la práctica y participación en asociaciones culturales, deportivas o religiosas y valores ético-morales.
Son muchos los estudios que ponen en relevancia la acción protectora de la religión o religiosidad y la moralidad frente a la conducta antisocial de los adolescentes (Barber, 2001; Fabian, 2001; Jang y Jhonson, 2003; Lozano et al., 1992; Oetting, Donnermeyer y Deffenbacher, 1998; Peiró, Del Barrio y Carpintero, 1983; Regnerus, 2001; Ruiz, Lozano y Polaino, 1994). Ruiz et al. (1994), señalaron que entre los adolescentes encuestados que no manifestaban conductas antisociales, había un numero mayor de creyentes, tanto practicantes como no practicantes, que en el grupo que manifestaban algún comportamiento antisocial.
Estos datos confirmaron los encontrados con anterioridad por Peiró et al. (1983), quienes mostraron que la religión y la moral podrían ser entendidos como factores de protección, al constituir un marco de referencia para los jóvenes en el que predominaban los valores prosociales y en el que coexistían grupos de referencia ajenos a la práctica de la conducta
desviada.

En esta misma linea, Fabian (2001) señala que ha pesar de los numerosos estudios que se han llevado a cabo sobre que factores predicen el comportamiento antisocial, se ha prestado poca atención a la moral como un posible factor de riesgo. Así, en su estudio con adultos, encuentra que aquellos que habían cometido actos delictivos puntuaban más bajo en razonamiento moral que los no delincuentes, sin embargo, no había diferencias entre delincuentes violentos y no violentos. También añaden que el tener un alto razonamiento moral estaría asociado a diversos factores protectores, entre ellos, una buena educación familiar y la importancia otorgada a la religión.
Oetting et al. (1998) resaltan que tanto el uso de sustancias como otras conductas desviadas se aprenderían a través de tres ámbitos principales o fuentes primarias, la familia, el colegio y los amigos. Sin embargo, habría otras fuentes de socialización secundarias, entre ellas la religión, que influirían en el proceso de socialización de las fuentes primarias reduciendo su impacto y, por lo tanto, disminuyendo o frenando la manifestación de comportamientos desviados. De la misma forma, Jang y Johnson (2003) señalan como la presencia de emociones negativas o trastornos emocionales serían un factor de riesgo hacia el comportamiento desviado, actuando aquí la religión como un importante neutralizador de dichas emociones. Barber (2001) encuentra en una muestra de niños palestinos, que el tener creencias religiosas actuaba como un factor protector de la conducta desviada, amortiguando el efecto de los factores de riesgo a los que estaban expuestos.
Regnerus (2001), añade que la religión protege a los adolescentes de que se involucren en la delincuencia a través de tres vías: 1) la proximidad paternos filial que existe entre familias religiosas, 2) a través de limitar o disminuir la influencia de los pares, 3) a través del contexto de la comunidad
.
Es importante resaltar, que no sólo hay evidencias de su poder protector, sino que su ausencia podría actuar como factor de riesgo hacia una mayor involucración en comportamientos antisociales. Así, Stack, Wasserman y Kern (2004) evalúan la presencia de actos antisociales consistentes en la visión de pornografía a través de la red. Postulan que las creencias más convencionales estarían asociadas con menos conductas desviadas, entre ellas, las creencias políticas, las creencias favorables hacia el matrimonio y las creencias religiosas. Los resultados señalaron que de todos los factores propuestos, el mejor predictor del uso de pornografía era las ausencia de creencias religiosas.

Por otra parte, el realizar o participar en actividades deportivas ha sido considerado como otra fuente de comportamientos prosociales que, de la misma forma que la religión, actuarían como inhibidores de la conducta antisocial, asociándose a otras fuentes de enseñanza, ya que el deporte en sí mismo no garantiza que se desarrollen dichas conductas prosociales (Mckenney y Dattilo, 2001). Así, Stronski et al. (2000) encontraron en su estudio que unos de los factores protectores frente al consumo de drogas era el participar de forma regular en asociaciones deportivas junto con presentar buenos logros académicos, el tipo de educación recibida y el contar con un confidente dentro de la familia. 

Duncan, Duncan, Strycker y Chaumeton (2002) examinaron en una muestra de niños de 10, 12 y 14 años la relación existentes entre las actividades antisociales (consumo de sustancias y otros conductas) y prosociales (actividad física, deporte organizados, actividades no deportivas organizadas, voluntariado y actividades religiosas). Encontraron que el participar en deportes organizados y actividades físicas estaba inversamente relacionado con el consumo de sustancias para todas las edades. Langbein y Bess (2002) señalan que los colegios con un elevado nº de alumnos presentaban más problemas de conductas antisociales entre el alumnado, disminuyendo éstas, si se aumentaba la programación de actividades deportivas.
Otros autores han señalado el importante papel que pueden tener los deportes de riesgo como forma de canalizar de forma socializada la alta necesidad de búsqueda de sensaciones y desinhibición, factores que aparecen asociados a la adolescencia y a la manifestación de conductas antisociales (Sánchez y Cantón, 2001).

Tabla 3.4. Resumen de factores de riesgo psicológicos
FACTORES DE RIESGO
ESTUDIOS HALLAZGOS EMPÍRICOS

1. Hiperactividad, déficit de atención, impulsividad y toma de riesgos.

Farrington, 1989; Manuza et al., 1989; Maguin et al., 1995 Farrington et al., 1996; Taylor et al., 1996; Campbell, 1997 Klinteberg et al., 1993; Stattin y Magnusson, 1995 Himelstein, 2003 Barkley, Fischer, Smallish, Fletcher, 2004 Simonoff, Elander, Holmshaw, Pickles, Murray y Rutter,2004

Los problemas de concentración, hiperactividad, impulsividad y las conductas de riesgo en niños se han relacionado con una mayor probabilidad de autoinformar violencia como con haber realizado crímenes violentos en edades posteriores.
La hiperactividad se relaciona con la posibilidad de realizar actos delictivos y antisociales tempranos
Estudios longitudinales que relacionan variables como la hiperactividad, desánimo y/o baja motivación escolar, dificultades de concentración, déficits en las relaciones sociales y un bajo rendimiento con el aumento de la probabilidad de ejercer conductas violentas en la etapa adulta
Tanto la presencia de conductas agresivas como problemas de hiperactividad en la infancia contribuían a predecir la conducta antisocial en la adolescencia.
Los niños hiperactivos cometen actos antisociales con más frecuencia y variedad frente a los no hiperactivos.
Tanto la presencia de problemas de hiperactividad como de trastornos de conducta en la infancia, tienen un fuerte poder predictivo sobre la aparición posterior de trastorno antisocial de la personalidad y problemas de delincuencia en la etapa adulta.

2. Desórdenes internalizantes: nerviosismo / ansiedad y depresion

Lahey y McBurnett, 1992; Dishion et al., 1995 Farrington, 1989b Achenbach, 1991; Caron y Rutter, 1991 Stefuerak, Calhoun y Glaser, 2004 Smith, 2002 Del Barrio, 2004 Fombonne, Wostear, Cooper, Harrington y Rutter,2001; Marmorstein y Iacono, 2003. Fergusson, Wanner, Vitaro, Horwood y Swain, 2003 Vermeiren, Jones, Ruchkin, Deboutte y Schawab, 2004 Achenbach, 1991; Caron y Rutter, 1991; Wilde 1996; Muñoz-Rivas, Graña, Andreu y Peña, 2000; Carrasco et al., 2001; Del Barrio, 2004; Thornberry, 2004
Los individuos que ejercen conductas antisociales suelen manifestar comórbidamente trastornos emocionales
El nerviosismo y la ansiedad muestran una ligera correlación negativa con la posibilidad de ejercer conductas antisociales
Los individuos con conductas antisociales presentan concomitante la depresión y características como el autoconcepto disminuido
Los trastorno emocionales podrían ser considerados como un canalizador hacia la delincuencia, así como también la personalidad antisocial.
Los factores de riesgo emocionales afectarían más a las niñas que a los niños para el incremento de la conducta antisocial, encontrando también dichas diferencias para los factores de riesgo familiares.
La depresión presenta una comorbilidad con la agresión en el 50% de los casos, por lo que muchos jóvenes deprimidos expresan su malestar mediante conductas oposicionistas o violentas, tanto verbalmente como hacia uno mismo, este el caso de la adicción a las drogas, conductas de riesgo o el suicidio.
Aquellos jóvenes que presentaban depresión y trastornos de conducta asociados, tenían mayor riesgo de cometer conductas suicidas, delictivas y presentaban mayor disfunción social en la vida adulta.

El asociarse con pares desviados conllevaba a un aumento de comportamientos problemáticos y cuyas consecuencias negativas serían las que llevarían a la depresión.
Los sujetos antisociales presentan más problemas emocionales, exceptuando la ansiedad, pero contrariamente a lo esperado, los antisociales que habían sido arrestados no presentaban mayor depresión que los no arrestados
Los individuos con conductas antisociales presentan trastornos o síntomas emocionales concomitantes entre los que aparecería la depresión, características como el autoconcepto disminuido o desconfianza hacia el otro.

3. Asociación con trastornos mentales

a) consumo de drogas
b) Otros trastornos psicopatológicos
Hodgins, 1993; Marzuk, 1996;Otero, 1997; Leonard, 2000; Room y Rossow, 2001; Nagin y Tremblay, 2001; Dorsey et al., 2002; MacCoun et al., 2002; White et al., 2002; Boles y Miotto, 2003; Thornberry,2004; White, 2004 Jessor y Jessor, 1977; White y Labouvie, 1994; White, 2004 Windle, 1990; White et al., 1993; Farrington, 1995; Dembo et al., 1994, 1995 Ito et al., 1996; Parker y Auerhahn, 1999; MacCoun et al., 2002; Boles y Miotto, 2003 Anglin y Perrochet, 1998; Nadelmann, 1998; Goldstein, 1998; Dorsey et al., 2002; MacCoun et al., 2002 Mason y Windle (2002) Robins, 1966 Taylor, 1993; Marzuk, 1996; Hersh y Borum, 1998 Lahey, Waldman y McBurnett, 1999; Loeber, Burke, Lahey, Winters y Zera, 2000; Rutter et al., 2000; Kazdin y Buela-Casal, 2001; APA, 2002 Hare, 1991; Hare, 1998;Moltó, Poy y Torrubia, 2000; Hare, Clark, Grann y Thornton, 2000
El alcoholismo y los problemas de drogas son las psicopatologías más relacionadas con la delincuencia juvenil

La conducta antisocial aumenta la probabilidad de consumo de sustancias y viceversa, compartiendo ciertas causas comunes.
La presencia de conducta antisocial en la infancia y adolescencia aumenta el riesgo de problemas con el alcohol y las drogas más adelante
El consumo de grandes cantidades de alcohol aumenta la probabilidad de que aparezcan conductas criminales debido a su efecto desinhibidor, estando asociado con una serie de delitos conflictivos y violentos.
El consumo de drogas, hace que aumenten los robos y delitos no violentos encaminados a obtener dinero para la compra de drogas, mientras que los traficantes pueden emplear la violencia para proteger su negocio.
El policonsumo de sustancias y la delincuencia, en general, era evidente en los varones pero no en las mujeres. En los varones, el efecto de la delincuencia sobre el abuso de sustancias fue relativamente bajo pero consistente en el tiempo, mientras que el efecto del uso de sustancias sobre la delincuencia fue mayor pero restringido a aquellos adolescentes de menor edad.
Las conductas antisociales podrían actuar de factor de riesgo infantil con respecto a un posterior desarrollo de esquizofrenia.
Los trastornos psicóticos se han relacionado con la comisión de determinados delitos (destrucción de propiedad y crímenes violentos) que pueden tener su origen en procesos mentales anormales como las percepciones distorsionadas, el razonamiento defectuoso y la regulación afectiva defectuosa de las psicosis.
Los trastornos psicopatológicos más asociados a la conducta antisocial son el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, trastorno disocial, el trastorno negativista desafiante, bien porque ponen en riesgo al niño o adolescente para que las desarrolle o porque dichos diagnósticos conllevan en si mismo la presencia de estas conductas.
La presencia de trastornos de la personalidad, y más concretamente la psicopatía, en la edad adulta, correlacionan con una mayor delincuencia violenta.

4. Iniciación temprana en la violencia y delincuencia

Farrington, 1986, 1991; 1995; Thornberry et al., 1995 White et al., 1992 Farrington, 1991; Thornberry, Huizinga y Loeber, 1995; Tolan y Thomas, 1995; Tremblay, 2001; Krohn y col., 2001; Pfeiffer, 2004; Thornberry, 2004
El comportamiento violento y la delincuencia, los comportamientos deshonestos y agresivos en la escuela, el estar convicto en la adolescencia, son predictores de comportamiento violento y/o delictivo en la etapa adulta
La contigüidad entre las manifestaciones violentas en la adolescencia y la etapa adulta se da de forma más consistente en los varones con respecto a las mujeres
La temprana aparición de la conducta violenta y delincuencia, predicen comportamientos violentos más serios y una mayor cronicidad de los mismos.
Los delincuentes infantiles (de inicio temprano), no sólo se implicaban en un mayor número de actos antisociales y delictivos, sino también en el consumo de drogas, en relaciones sexuales a edades tempranas y conductas más graves y violentas, además de presentar una mayor persistencia de su comportamiento hacia la adultez, relacionandose con la aparición de una carrera delictiva y criminal más extensa.

5. Variables de personalidad

a) Impulsividad
b) Búsqueda de sensaciones
c) Empatía
d) Autoestima
e) Agresividad
Eysenck y Eysenck, 1978 Eysenck y McGurk, 1980; Royse y Wiehe, 1988 Eysenck, 1981; Farrington, 1989; Rigby et al., 1989; Carrillo et al., 1994. Caspi et al., 1994 Tremblay et al., 1994 Sobral et al., 2000; Eisenberg et al., 2000; Mestre, Samper y Frías, 2002;Luengo et al., 2002; Garaigordobil, Álvarez y Carralero, 2004. Zuckerman, 1979 Levine y Singer, 1988; Newcomb y McGee, 1991,Del Barrio, 2004; Simó y Pérez, 1991; Luengo et al., 1995; Romero, 1996; Schmeck y Poustka, 2001 Herrero et al., 2002 Romero, Sobral y Luengo,1999 Bandura et al., 1996; Mestre et al., 2002; Sezov, 2002; Del Barrio et al., 2003; Del Barrio, 2004b; Garaigordobil, Álvarez y Carralero, 2004 Mirón, Otero y Luengo, 1989; Romero, 1996; Calvo, González y Martorell, 2001 Hoffman, 1990; Fuentes, Apodaka, Etxebarría et al., 1993; Bandura, Barbaranelli, Caprara y Pastorelli, 1996;Hoffman, 1989, 1990; Sobral et al., 2000 Worthen, 2000 Baumeister et al., 1996. Calvo y col.s, 2001; O’Moore y Kirkham, 2001; Marsh et al., 2001; Garaigordobil et al., 2004 Del Barrio et al., 1994; Simons et al., 2001; Bosacki, 2003; Alonso y Román, 2003; Carrasco y del Barrio, 2003. Olweus, 1979; Farrington, 1989 Loeber, 1990; Loeber y Hay, 1996; Tremblay; 2001; Velázquez, Cabrera, Chaine, Caso-López y Torres, 2002; Thornberry, 2004; Pfeiffer, 2004 Taylor et al., 2003 y Hilmstein, 2003; Thornberry, 2004

La impulsividad (impulsividad propiamente dicha, asunción de riesgos, no-planificación e irreflexión) correlacionaría positivamente con la extraversión y el psicoticismo, así como con la manifestación de conductas delictivas
Hay una estrecha covariación entre la impulsividad y la delincuencia, demostrada en muestras de institucionalizados
Hay una estrecha covariación entre la impulsividad y la conducta antisocial, demostrada en la población general
La delincuencia se asociaba a un débil autocontrol o a una elevada impulsividad, así como a una emotividad negativa
Hay relación entre la impulsividad de los niños en el jardín de infancia y la predicción de delincuencia a los 13 años
La impulsividad se muestra como una variable de suma importancia en la explicación de la conducta antisocial y potencian los efectos de una serie de factores de riesgo cuando se asocia a ellos, como bajo apoyo parental y apego escolar, pertenencia a grupos
desviados, y en el caso de las chicas, déficits socioeconómicos.
También encuentran como los varones presentan mayores niveles de impulsividad
La búsqueda de sensaciones se relaciona con la carencia de acuerdo con las normas sociales, responsabilidad y auto-control.
La búsqueda de sensaciones se relaciona con la implicación en actividades desviadas o antisociales.
Aquellas personalidades antisociales puntuaban más alto en ausencia de miedo, búsqueda de sensaciones e impulsividad, no encontrando diferencias en estas variables al comparar los adolescentes con los presos, llegando incluso los adolescentes a puntuar más alto en impulsividad, rasgo propio de esta etapa.

La “desinhibición” y “búsqueda de experiencias” que parecen ser las dimensiones más estrechamente ligadas a la conducta antisocial, sobre todo en muestras de adolescentes..
Estudios con niños o jóvenes antisociales y delincuentes han mostrado que éstos presentan ciertos déficits a la hora de identificar y comprender los estados internos de los otros (pensamientos, perspectivas, sentimientos).
Este déficit parece especialmente acusado en la capacidad para “sentir” los afectos de los demás.
Existe una relación positiva entre empatía y la conducta prosocial.
Así pues, la empatía favorecería los actos altruistas y limitaría la conducta antisocial
Una de las razones por las que las chicas son menos agresivas que los chicos se debe a sus altos niveles de empatía y las consecuentes capacidades para hacer amigos y pertenecer a grupos.
Una alta autoestima puede llevar al adolescente a responder de forma agresiva ante cualquier situación que el considere inaceptable o que amenace su ego.
Existen correlaciones entre bajo autoconcepto o baja autoestima y y mayor presencia de conductas amenazantes y agresivas
Otros han encontrado una relación positiva entre autoimagen negativa y algunos factores de riesgo de la conducta antisocial, como son la depresión, el bajo rendimiento académico, falta de vínculos familiares, pocas habilidades sociales y baja autoeficacia
Es apreciable una continuidad entre el comportamiento antisocial y muestras de agresividad temprana con respecto a un posterior ejercicio de delitos más graves y violentos.
La agresividad infanto-juvenil predice comportamientos antisociales en un futuro. A pesar de que muchos de los chicos que presentan un comportamiento agresivo durante la infancia no llegan a cometer crímenes violentos, lo cierto es que la conducta agresiva temprana y persistente, es una característica individual maleable que predice violencia futura.

6. Inteligencia

Maguin y Loeber, 1996 Robins y Hill, 1966; Stattin y Magnusson, 1995 Rutter et al., 2000 Isaza y Pineda, 2000 Raine, Yaralian, Reynolds, Venables y Mednick, 2002 Garaigordobil, Álvarez y Carralero, 2004
Los delincuentes, sobre todo los reincidentes, tienden a tener un CI ligeramente inferior a los no delincuentes
La relación entre el bajo CI y dificultades de lectura con la manifestación de conductas antisociales se aplica a variedades de comportamiento antisocial de inicio temprano y no a las que comienzan en la adolescencia
Aunque la relación CI-delincuencia ha resultado muy firme, puede que las deficiencias cognitivas se asocien a la hiperactividad o impulsividad y no directamente a las conductas delictivas
Los jóvenes delincuentes presentan una ejecución deficiente en pruebas que exigían habilidades verbales, como fluidez verbal y memoria verbal, poniendo de relieve las alteraciones en el cociente intelectual verbal que presentan los adolescentes infractores.
Existe una asociación entre déficits verbales a la edad de 11 años y comportamientos antisociales en la adolescencia, presentando además, en edades más tempranas, déficits espaciales.
Existen mayores deficiencias en las capacidades verbales en aquellos niños que presentan más conducta antisocial

7. Actitudes y creencias

Farrington, 1989; Elliot, 1994; Maguin y Loeber, 1995 Lochman y Dodge, 1994 Molpeceres et al., 1999 Ageton, 1983; Farrington, 1989; Elliot, 1994; Williams, 1994; Maguin et al., 1995; Zhang, Loeber, y Stouthamer-Loeber, 1997; Thornberry, 2004 Romero, 1996
La deshonestidad, las actitudes y creencias antisociales, las actitudes favorables a la violencia y la hostilidad contra la policía son predictores de la violencia posterior en varones
Un amplio rango de procesos cognitivo-sociales están distorsionados o son deficitarios en los niños agresivos: atribución típicamente externa, solución de problemas, evaluación de conductas que favorecen la agresión y una baja valoración de las características típicas de los jóvenes agresivos
La percepción de las figuras de autoridad formales e informales modula la aparición de conductas delictivas
La deshonestidad, las actitudes y creencias normativas y las actitudes favorables a la violencia han sido relacionadas como predictores de violencia posterior.
La conducta desviada correlaciona con ciertas preferencias de valores con relevancia personal inmediata (placer, tiempo libre, sexo) y presentan un menor aprecio de los valores con trascendencia social más a largo plazo (solidaridad, justicia) o aquellos ligados a la socialización más convencional (religión, familia, orden, salud)
8. Recursos personales y valores éticomorales
Peiró et al.,1983 Ruiz, Lozano y Polaino,1994 Fabian, 2001 Oetting et al., 1998 Jang y Johnson, 2003 Barber, 2001 Regnerus, 2001 Stack, Wasserman y Kern,2004 Mckenney y Dattilo, 2001 Stronski, Ireland, Michaud, Narring y Resnick, 2000 Duncan, Duncan, Strycker y Chaumeton, 2002 Langbein y Bess, 2002 Sánchez y Cantón, 2001
La religión y la moral podrían ser entendidos como factores de protección, al constituir un marco de referencia para los jóvenes en el que predominaban los valores prosociales y en el que coexistían grupos de referencia ajenos a la práctica de la conducta desviada.
Los adolescentes encuestados que no manifestaban conductas antisociales, había un numero mayor de creyentes, tanto practicantes como no practicantes, que en el grupo que manifestaban algún comportamiento antisocial.

Aquellos que habían cometido actos delictivos puntuaban más bajo en razonamiento moral que los no delincuentes, sin embargo, no había diferencias entre delincuentes violentos y no violentos. El tener un alto razonamiento moral estaría asociado a diversos factores protectores, entre ellos, una buena educación familiar y la importancia otorgada a la religión.
El uso de sustancias como otras conductas desviadas se aprenderían a través de tres ámbitos principales o fuentes primarias, la familia, el colegio y los amigos. Sin embargo, habría otras fuentes de socialización secundarias, entre ellas la religión, que influirían en el proceso de socialización de las fuentes primarias reduciendo su impacto y, por lo tanto, disminuyendo o frenando la manifestación de comportamientos desviados.
La presencia de emociones negativas o trastornos emocionales serían un factor de riesgo hacia el comportamiento desviado, actuando aquí la religión como un importante neutralizador de dichas emociones.

El tener creencias religiosas actuaba como un factor protector de la conducta desviada, amortiguando el efecto de los factores de riesgo a los que estaban expuestos una muestra de niños palestinos.
La religión protege a los adolescentes de que se involucren en la delincuencia a través de tres vías: 1) la proximidad paternos filial que existe entre familias religiosas, 2) a través de limitar o disminuir la influencia de los pares, 3) a través del contexto de la comunidad.
Las creencias más convencionales estarían asociadas con menos conductas desviadas, entre ellas, las creencias políticas, las creencias favorables hacia el matrimonio y las creencias religiosas.
Los resultados señalaron que de todos los factores propuestos, el mejor predictor del uso de pornografía era las ausencia de creencias religiosas.
El realizar o participar en actividades deportivas es una fuente de comportamientos prosociales que actuarían como inhibidores de la conducta antisocial.
Uno de los factores protectores frente al consumo de drogas era el participar de forma regular en asociaciones deportivas junto con presentar buenos logros académicos, el tipo de educación recibida y el contar con un confidente dentro de la familia.
El participar en deportes organizados y actividades físicas estaba inversamente relacionado con el consumo de sustancias.
Los colegios con un elevado nº de alumnos presentaban más problemas de conductas antisociales entre el alumnado, disminuyendo éstas, si se aumentaba la programación de actividades deportivas.
Los deportes de riesgo como forma de canalizar de forma socializada la alta necesidad de búsqueda de sensaciones y desinhibición, factores que aparecen asociados a la adolescencia y a la manifestación de conductas antisociales.

 Factores de socialización

La manifestación de conductas antisociales queda también bajo la acción de una compleja interacción entre la características intrínsecas de los individuos y las influencias provenientes de diversos grupos sociales. Esta afirmación es claramente encuadrable en la teoría del aprendizaje social de Bandura (1969, 1977), que considera el proceso de socialización como una adquisición de conductas y valores determinada, en su mayor parte, por un conglomerado de relaciones sociales en las que el individuo está inmerso.
Las variables sociales más inmediatas o propias del entorno específico de relación interpersonal del adolescente, pueden constituir factores de riesgo, en tanto en cuanto, pueden modular la conducta del individuo por simple imitación u observación de una figura o modelo “inadecuado”, reforzando finalmente aquellas conductas concordantes con las del modelo, claramente inadecuadas o impidiendo que se lleve a cabo de forma adecuada el proceso de socialización de éste.

 Factores familiares

La familia es el primer ámbito social para el individuo y el contexto más primario de socialización, ya que trasmite valores y visiones del mundo e instaura las primeras normas de conducta. Las experiencias familiares en la niñez determinan comportamientos adultos. Al respecto, los tipos de comportamiento que han sido estudiados como consecuencia de las experiencias familiares han sido los llamados “problemáticos”, tales como psicopatologías, agresión y delincuencia. Se ha prestado, sin embargo, menos atención a características positivas de los individuos. Así, por ejemplo, la responsabilidad y el altruismo han sido obviadas en la mayoría de las ocasiones. Aunque se incida en factores de riesgo para conductas problemáticas, la familia también puede ejercer de factor protector enseñando o reforzando actitudes prosociales (véase resumen Tabla 3.5.).

Criminalidad de los padres

La comisión de delitos por parte de los padres es un factor de riesgo para el ejercicio de conductas antisociales en sus hijos (Farrington, 1995; Loeber y Farrington, 2000). A pesar de que McCord (1979) no encontró una relación positiva entre los comportamientos desviados paternos, medidos por la presencia de conductas tales como alcoholismo o haber sido arrestado por embriaguez o delitos serios y las conductas violentas manifestadas por sus hijos, existen numerosos estudios que ponen en evidencia dicha relación. Así, Baker y Mednick (1984) compararon las tasas de arrestos por delitos violentos que presentaban los jóvenes daneses cuyos padres no eran delincuentes con aquellos cuyos padres habían tenido dos o más delitos criminales registrados en el registro de policía nacional de Dinamarca. Los chicos entre 18 y 23 años con padres criminales eran más propensos a cometer delitos violentos que aquellos cuyos padres no eran delincuentes.  En el estudio de Cambrigde, Farrington (1989a) encontró relación entre el arresto parental, antes del décimo cumpleaños de sus hijos y, el aumento de los delitos violentos autoinformados y registrados oficialmente por parte de los últimos en la adolescencia.Moffitt (1987) investigó la posible existencia de un componente biológico en la influencia de la criminalidad parental en las conductas violentas de los hijos. Ella estudió los registros criminales de 5.659 niños daneses adoptados (cuyos padres adoptivos no tenían historia criminal) y los registros de sus padres biológicos, encontrando que los chicos en la etapa adulta cuyos padres eran criminales no presentaban mayores registros de delitos violentos que aquellos con padres no criminales. Sus hallazgos no apoyan una relación biológica entre la criminalidad del padre y la conducta violenta del hijo, sugiriendo que las normas violentas y o conductas violentas deben ser aprendidos en la familia.

Maltrato infantil

Se han llevado a cabo estudios que se centran en el maltrato infantil como un factor de riesgo en el posterior desarrollo de las conductas antisociales (Carrasco, Rodríguez y del Barrio, 2001; De Bellis et al., 2002; Gregg y Siegel, 2001; Ito et al., 1993; MalinoskyRummell y Hansen, 1993; Pfeiffer, 1998, 2004; Pincus, 2003; Riggs, 1997; Stein, 1997; Teicher, 2004; Wilmers et al., 2002).
En su estudio, Widom (1989), consideró los índices de arrestos criminales por delitos violentos (asesinato, homicidio, violación, asalto y robo) de adultos que habían sufrido abusos o negligencias a partir de registros oficiales. Cuando se compararon con sujetos que no tenían historia de abuso previo, aquellos adultos que habían sufrido abusos sexuales tenían una tendencia ligeramente mayor de comisión de delitos violentos. Aquellos que habían sufrido abusos físicos tenían también una tendencia ligeramente superior de haber sido arrestados por violencia, mientras que aquellos que habían sido objeto de negligencias eran los más proclives a cometer delitos violentos en la adolescencia.  Zingraff, Leiter, Mayers y Johnson (1993) utilizando el registro central de abuso infantil y negligencia de Carolina del Norte, encontraron resultados similares al analizar las tasas de arresto por delitos violentos en jóvenes con historia de abuso o negligencia y aquellos sin historia de maltrato. También encontraron una asociación positiva entre la frecuencia del maltrato y la violencia. Smith y Thornberry (1995) mostraron que los adolescentes con historia de abuso y de negligencia eran más violentos según sus autoinformes. Esta relación permanece aún cuando se controla el género, la raza, el estatus socioeconómico, la estructura familiar y la mobilidad familiar.
Estos hallazgos han sido apoyados por el Estudio Nacional de Comorbilidad en los Estados Unidos (Kessler, Davis y Kendler, 1997). La agresión por parte del padre en ausencia de otras problemáticas tenía un índice de probabilidades del 2,5 para el trastorno de conducta antisocial en los niños y del 4,4 para el trastorno de personalidad antisocial en los adultos. Es posible deducir al respecto que los malos tratos o desatención en la infancia, son un factor de riesgo de la conducta antisocial y que es así, especialmente, cuando la conducta antisocial forma parte de un trastorno de personalidad más general.

En el estudio longitudinal realizado por Widom y Maxfield (1996), recogieron entre 1967 y 1971, una muestra de 908 niños de edades preescolares hasta los once años, a partir de registros judiciales de malos tratos físicos, abusos sexuales o abandono. Se emparejaron con niños controles de la misma edad, raza, vecindario, escuela y hospital de nacimiento y sin antecedentes de malos tratos. Entre 1987 y 1988 se efectuaron las primeras medidas de la conducta en los registros de delincuencia y criminalidad, que incluía cualquier tipo de arresto,  salvo los derivados de infracciones de tráfico. En 1994 se repitieron las medidas, para garantizar que más del noventa y nueve por ciento de los individuos hubiera superado ya el pico de máxima incidencia de actos delictivos (que se sitúa entre los veinte y los veinticinco años). Los resultados concluyen que los niños y las niñas (estas últimas con menor incidencia) con historias de malos tratos infantiles, tienen una mayor probabilidad de presentar delincuencia y criminalidad que los controles, tanto en las etapas juveniles como al pasar a la edad adulta.
En una investigación sobre la predicción de las conductas de los niños, realizada por Egeland, Yates, Appleyard y Van Dulmen (2002), concluyeron que el maltrato físico en la infancia, la negligencia emocional y la enajenación, predecía problemas de comportamiento en los primeros años de escuela y conllevaría a una conducta antisocial en la adolescencia. De acuerdo con el planteamiento de Serbin y Karp (2004) existiría una trasferencia intergeneracional en la cual los niños agredidos presentarían secuelas que incluirían fracaso escolar, mayores conductas de riesgo, embarazos adolescentes y pobreza familiar; estilos que estarían mas relacionados con conductas agresivas y crueles hacia los demás, incluidos sus propios hijos.
Según estudios recientes, las víctimas de maltrato físico infantil tiene mayor riesgo de ser violentos con los iguales (Manly, Kim, Rogosch y Cicchetti, 2001), con la pareja en estudiantes de colegio y universidad (Wolfe, Scott, Wekerle y Pittman, 2001), para la agresión sexual en la edad adulta (Merrill, Thomsen, Gold y Milner, 2001) y para el abuso sexual y maltrato físico a sus propios hijos (Milner y Crouch, 1999). Herrenkohl, Herrenkohl y Egolf (2003) encuentran en su estudio que el haber sufrido maltrato en la infancia, era un factor de riesgo para el desarrollo posterior de conductas antisociales, aumentando dicho riesgo si se daba conjuntamente con inestabilidad familiar. Wilmers et al., (2002), también encuentra correlaciones entre la victimización por violencia física parental sufrida por los jóvenes y la violencia activa autoinformada. De la misma forma, Pfeiffer, Delzer, Enzmann y Wetzels (1998) encuentran que la violencia intrafamiliar correlaciona con la situación económica. Así, los menores cuyos padres estaban en el desempleo o recibían subsidios, eran maltratados dos veces más que los menores cuyas familias no pasaban por esta clase de dificultades. Los resultados también reflejan que cuanto más intensa y continuada era la violencia parental mayor era la tasa de violencia autoinformada (Wilmers et al., 2002).

En relación al maltrato psicológico, Glaser, Prior y Lynch (2001), informaron de una serie de problemas encontrados en niños maltratados emocionalmente, dentro de los cuales el comportamiento antisocial y/o delictivo estaba presente, a la vez que otros considerados como factores de riesgo de dichas conductas, como baja autoestima, ansiedad, bajo rendimiento académico, agresividad e inasistencia al colegio, entre otros.
Las situaciones violentas como puede ser el maltrato, pueden repercutir en la víctima a través del estrés producido a nivel cerebral, lesionando áreas relacionadas con el control de las respuestas agresivas o violentas . El estrés continuado es una variable que puede determinar cambios sociales, neurofisiológicos y neuropsicológicos antes de que una persona exhiba conductas delictivas y hacerles más vulnerables. Al respecto, la investigación con niños y adolescentes llevadas a cabo por De Bellis et al. (2002), obtuvo resultados que sugieren que el Trastorno por Estrés Postraumático, relacionado con el maltrato, está asociado con adversidades en el desarrollo del cerebro, concretamente, una reducción del volumen intracraneal de la corteza prefrontal, siendo los niños más vulnerables a estos efectos que las niñas. De la misma forma, Ito et al., (1993) confirman la asociación existente entre haber sido maltratado, la presencia de anomalías EEG y un incremento marcado de la frecuencia de violencia autoinflingida y dirigida hacia los demás. Recientemente se ha descubierto que la reducción del área del cuerpo calloso está fuertemente vinculada a un historial de negligencia en varones y abuso sexual en mujeres (Teicher, Dumont e Ito, 2004). También, una hipersecreción de cortisol puede ser consecuencia directa de estar sufriendo maltrato y es cierto que, la presencia excesiva de esta hormona en sangre puede acabar dañando el hipocampo, lugar que juega un papel decisivo en el despliegue de la agresividad (Teicher, 2000). Otros tipos de deficiencias neurológicas relacionadas con el maltrato infantil, son las anomalías en el EEG, disfunción en el sistema límbico, deficiencias en la interconexión entre hemisferios o reducción del volumen del hipocampo y la amígdala, que pueden llevar a la aparición de conductas violentas o problemas psiquiátricos en la edad adulta (Teicher, 2004).

 Prácticas educativas inadecuadas

 La dificultad de los padres para desarrollar expectativas claras en el comportamiento de sus hijos, la pobre supervisión parental hacia los niños y la disciplina excesivamente severa, permisiva o inconsistente, representan una constelación de pautas educativas familiares que predicen la posterior conducta antisocial (Capaldi y Patterson, 1996; Hawkins, Arthur y Catalano, 1995; Jang y Smith, 1991; Loeber y Farrington, 2000; Molinuevo, Pardo, Andion y Torrubia, 2004; Patterson et al., 1992; Villar, Luengo, Gómez-Fraguela y Romero, 2003). De hecho, el maltrato infantil se ha llegado a interpretar como una forma extrema de las pobres pautas educativas (Loeber y Farrington, 1999). Así, los padres de los adolescentes problemáticos emplean la fuerza y aplican o amenazan con el castigo físico, utilizando una disciplina drástica y caracterizada por la pérdida del control emocional de los padres, la exhibición irracional de la fuerza y las palizas repentinas. El castigo es inconsistente, con una manifestación errática que combina restricciones excesivas y tolerancia inadecuada.

En lo que se refiere a las prácticas educativas, se ha hallado que la conducta antisocial se relacionan con un menor grado de supervisión parental (Jang y Smith, 1991). De acuerdo con Diana Baumrind (1978) (cit. Luengo et al., 2002), existirían tres grandes “tipos” de prácticas educativas. Un primer tipo sería el “autoritario” (o “represivo”, “coercitivo”), que estaría fundamentado en el castigo y la amenaza, donde las normas se imponen por la fuerza, de forma que se prima la obediencia y no la comprensión del sentido de las reglas, es decir, se caracterizaría por un elevado control y un bajo apoyo. Un segundo tipo sería el estilo “permisivo”: las normas y los límites a la conducta están difusos y el control parental es escaso. Finalmente, nos encontraríamos con un estilo llamado “con autoridad” (McKenzie, 1997) o “autorizado”. En este caso, se produce una combinación de control y apoyo. El control es firme, pero no rígido y las normas son comunicadas de un modo claro y razonado; se estimula la participación de los hijos en la toma de decisiones y se fomenta progresivamente la adquisición de la autonomía. En diversos trabajos se ha puesto de relieve que la conducta problema se relaciona tanto con un estilo excesivamente permisivo (Dishion, Andrews y Crosby, 1995) como con patrones basados en la amenaza y la hostilidad (Shedler y Brook, 1990; cit. Luengo et al., 2002). El estilo “con autoridad” es el que se ha mostrado “protector” contra diversos tipos de conductas desadaptadas. El enfoque autoritario fomenta o bien la sumisión ansiosa o bien la hostilidad por parte del adolescente, dificultando en todo caso la asunción del autocontrol. El enfoque permisivo tampoco favorece el autocontrol (para que éste se genere deben existir previamente un control externo y unos límites claros).

Mientras que el estilo “con autoridad”, favorece una adquisición gradual de responsabilidad y control interno, ya que las normas se acompañan de razonamiento, negociación y apoyo, siendo interiorizadas con mayor eficacia.  Además, en lo que a prácticas educativas se refiere, un resultado frecuente es la importancia de la consistencia en la transmisión y aplicación de las normas (Reilly, 1979). Cuando las normas se aplican con diferente criterio en diferentes puntos del tiempo o cuando existen diferencias en su aplicación entre las distintas figuras de autoridad, perderán utilidad como reguladoras del comportamiento.  En el estudio de Cambridge-Somerbille, McCord et al. (1959, cit. Loeber y Farrington, 1999) encontraron que tanto un estilo permisivo como un estilo punitivo de disciplina parental predecían arrestos por violencia entre jóvenes varones. En un seguimiento de la misma muestra, McCord (1979) encontró que una pobre supervisión parental y el nivel de agresividad utilizado por los padres como disciplina, predecíanarrestos por delitos personales a la edad de 40 años.
Wells y Rankin (1988) encontraron una relación curvilínea entre la rigidez parental y la violencia autoinformada en una muestra de chicos de 10º grado. Los niños con padres muy estrictos informaban niveles más altos de violencia. Los niños con padres muy permisivos informaron los segundos niveles más altos de violencia y los niños cuyos padres no eran ni demasiados estrictos ni demasiados permisivos, informaron de los niveles más bajos de violencia. En su estudio la regulación-restricción parental (supervisión) no fue predictora de violencia posterior. Sin embargo, era menos probable que los chicos cuyos padres les castigaban de una forma consistente, cometieran delitos contra las personas en comparación con aquellos cuyos padres les castigaban de forma inconsistente. En este sentido, Farrington (1989a) encontró que un estilo de crianza pobre, un estilo parental autoritario, una pobre supervisión, una disciplina parental dura, una actitud parental cruel-pasiva-negligente y discrepancias parentales sobre la crianza de los niños, predecían violencia posterior, ya fueran medidos por autoinformes o por arrestos oficiales por delitos violentos.
En el Proyecto de Desarrollo Social de Seattle, Maguin et al. (1995) investigaron las prácticas de manejo familiar a las edades de 10, 14 y 16 años, utilizando autoinformes a través de los cuales los niños valoraban las prácticas de crianza de sus padres (establecimiento de reglas claras, supervisión y el uso de premios y refuerzos). Se encontró que un pobre manejo familiar a la edad de 14 y 16 años era predictor de la violencia autoinformada por los jóvenes a la edad de 18 pero, sin embargo, los informes de un pobre manejo familiar que proporcionaban los niños de 10 años no eran predictores significativos de violencia a esa misma edad. En un análisis realizado en una submuestra del estudio de Seattle, Williams (1994) encontró que el manejo familiar proactivo a la edad de 14 años era un predictor negativo de violencia autoinformada a la edad de 18 años, tanto en afroamericanos como euroamericanos de ambos sexos. Así, Serbin y Karp (2004) plantean que un estilo parental constructivo caracterizado por calidez emocional y prácticas disciplinarias consistentes, actuaría como un factor protector de la conducta antisocial.

En relación al comportamiento estricto de los padres con sus hijos se ha encontrado un patrón de contigüidad entre ambos (Wells y Rankin, 1991). Así, los jóvenes cuyos padres habían sido severos informaban del mismo tipo de comportamiento. Los chicos con padres muy permisivos informaban de un menor comportamiento violento que los anteriores, pero mayor que aquellos cuyos padres no habían sido ni muy flexibles ni muy estrictos. En cualquier caso, los chicos cuyos padres habían sido consistentes en sus castigos predecían una menor posibilidad de comisión de delitos por sus hijos, frente a aquellos padres que habían sido inconsistentes. De la misma forma, Ardelt y Day (2002) encuentra que la consistencia de las prácticas educativas parentales así como una buena supervisión adulta, estarían asociados negativamente con la conducta antisocial en adolescentes. Shek y Tang (2003) señalan que un buen funcionamiento familiar asociado a estilos parentales positivos, así como a un apoyo interpersonal dentro de la familia estaría asociado con menos niveles de conducta antisocial en la adolescencia.

Por contra, un estilo parental coercitivo utilizado durante la niñez y adolescencia aumentaba el riesgo de conducta antisocial para ambos sexos así como el riesgo de depresión en el caso de las niñas (Compton et al., 2003). Recientemente, Molinuevo et al. (2004) han encontrado también que una escasa monitorización y supervisión por parte de los padres evaluada de forma retrospectiva, se mostró relacionada con la presencia de conducta antisocial autoinformada en tres muestras diferentes: delincuentes juveniles y estudiantes y niños.  Xie, Cairns y Cairns (2001) muestran en su estudio longitudinal que la calidad de las relaciones de crianza correlaciona negativamente con la agresión y positivamente con un buen nivel de adaptación de los hijos, popularidad, competencia académica y calidad del grupo de amigos. En población española, se ha encontrado datos que apoyan un estilo de crianza paterno “autorizado”, que da apoyo, controla la conducta de sus hijos y es flexible en las normas, produce efectos beneficiosos sobre la conducta agresiva de sus hijos (Roa y Del Barrio, 2002; Del Barrio, 2004b). Así, entre todas las posibles combinaciones, aquella que une la falta de afecto y la ausencia de normas es la que produce consecuencias más desastrosas en el proceso de socialización.

Relaciones afectivas e interacción entre padres-hijos

La presencia de vínculos afectivos débiles, la falta de confianza en los padres, patrones de comunicación poco fluidos o relaciones tensas y conflictivas entre padres e hijos, son también un claro factor de riesgo para el desarrollo de comportamientos problemáticos o antisociales (Brody y Forehand, 1993; Brook et al., 1990; Frías, Corral, López, Díaz y Peña, 2001; Hanson, Henggeler, Haefele y Rodick, 1984; Loeber y Farrington, 2000; Mirón, Luengo, Sobral y Otero-López, 1988; Romero, Luengo, Gómez-Fraguela y Otero, 1998). La calidad de las relaciones entre los padres y los hijos es fundamental. Si la relación es cálida y afectuosa, el índice de delincuencia juvenil disminuye (Loeber y Dishion, 1983).
Sin embargo, las pautas educativas erróneas han sido típicamente relacionadas con un aumento del riesgo de cometer delitos en los hijos mientras que la interacción padres-hijos y el fuerte apego familiar han sido considerados habitualmente como factores que protegerían potencialmente a los hijos contra el desarrollo del comportamiento delictivo (Catalano y Hawkins, 1996). No obstante, la evidencia disponible ha llevado a postular que no es posible determinar consistentemente cómo ejercen su efecto protector estos dos últimos factores (Farrington, 1993a).

Mas allá de las estrategias parentales que se utilicen para el manejo de los hijos, el grado en que los padres interactúan y se compenetran con sus hijos, también ha sido hipotéticamente considerado como un predictor del comportamiento delictivo y violento. Williams (1994) encontró que la comunicación paterno-filial y la compenetración a la edad de 14 años, estaba inversamente relacionado con la violencia autoinformada a la edad de 16 años. Esta relación era relativamente consistente en los varones, en los afroamericanos y en los euroamericanos, pero era notablemente más débil en el caso de las chicas.
De forma similar, Farrington (1989a) encontró que los hijos (de 12 años en el momento de la investigación) cuyos padres no se comprometían en las actividades de ocio de sus hijos, reportaban más conductas violentas durante la adolescencia y la adultez y era más probable que fuesen detenidos por delitos violentos. Un bajo compromiso parental en la educación de sus hijos a la edad de 8 años también predecía violencia posterior, al igual que una carencia de interacción y de compenetración parental en la vida de sus hijos parecía contribuir al riesgo de manifestar comportamientos violentos futuros.

Un estudio longitudinal reciente ha hallado que el tener relaciones positivas con los padres y profesores así como el establecer compromisos, actúa como factor protector a la hora de mostrar problemas comportamentales (Crosnoe, Glasgow y Dornbusch, 2002). Estos descubrimientos indican, en general, que los adolescentes que informan relaciones cálidas con sus padres se muestran mejor organizados en casa, se sienten emocionalmente vinculados a los profesores, actúan adecuadamente en la escuela, valoran los logros académicos y, a la vez, se protegen de las influencias negativas de sus posibles compañeros con conductas antisociales, aunque estas diferencias no son uniformes en relación al género y a los distintos tipos de comportamiento. Para finalizar, Laird, Pettit, Dodge y Bates (2003), señalan que los padres que informan mantener una buena relación con sus hijos y pasan mucho tiempo juntos, se asocia con menos comportamientos antisociales, encontrandose también estos resultados a la inversa.

Vinculación o Apego familiar

De acuerdo con la teoría del control social de Hirschi (1969), el apego a la familia inhibe en general el crimen y la delincuencia. No obstante, hay que ser cauto con esta afirmación ya que son pocos los estudios que han investigado específicamente la relación entre el apego familiar y el comportamiento violento. Williams (1994) encontró que la vinculación o apego familiar autoinformado por los jóvenes a la edad de 14 años, no predecía violencia posterior en los autoinformes.
Elliott (1994) también encontró que no existía una relación significativa entre la vinculación familiar y la violencia. Considerando que se ha encontrado en algunos estudios una relación entre la criminalidad parental y la violencia posterior de los hijos, los estudios que buscan una relación entre la vinculación familiar y la conducta violenta deberían distinguir entre la vinculación hacia una familia con miembros prosociales y la vinculación hacia una familia con miembros antisociales o delincuentes, para así determinar si la vinculación a una familia con miembros prosociales podría inhibir una violencia posterior, tal como se hipotetiza en la teoría del control (Foshee y Bauman, 1992).  Ageton (1983) investigó la relación entre una variable relacionada denominada “etiquetamiento familiar negativo” y las agresiones sexuales en una muestra de varones del Estudio Nacional Juvenil. La agresión sexual fue medida a través de autoinformes sobre haber intentado tener relaciones sexuales con alguien en contra de su voluntad, presionar a un amigo o pareja para realizar un acto sexual o amenazar o herir físicamente a alguien para tener sexo.
Un alto nivel de “etiquetamiento familiar negativo” medido uno y dos años antes, estaba positivamente asociado con haber ejercido agresiones sexuales en varones entre los 13 y 19 años.

En un estudio realizado por Contastino (1996), se observa que la mayor parte de los niños diagnosticados de conductas agresivas patológicas, muestran un apego inseguro a la vez que presentan puntuaciones más altas en conductas agresivas y violentas a través del CBCL de Achenbach y Edelbrock (1983). Otro estudio longitudinal ha mostrado que un apego inseguro entre los seis meses y los tres años de vida es un buen predictor de la agresividad escolar mostrada a los 9 años y sobre todo, si se combina con hostilidad materna (Egeland, Carlson y Sroufe, 1993). En esa misma dirección apuntan los datos de Simons et al. (2001), demostrando que el apego está mediando en el desarrollo de características tales como la cognición social y la autoestima, al tiempo que también lo hace con la agresión. De esta forma, los adolescentes con bajo apego tienen también bajos niveles de cognición social, autoestima y alta conducta agresiva.

Otros estudios, como el realizado con adolescentes alemanes por Werner y Silbereisen (2003) encontraron que la cohesión familiar se asociaba con comportamientos antisociales sólo en el caso de las chicas y no para los chicos, lo que podría explicar como las chicas tienen una mayor sensibilidad a los estresores familiares y al rol parental en el desarrollo comportamental. Finalmente, Thornberry (2004) ha encontrado como los niños o adolescentes que inician sus primeras conductas antisociales en edades tempranas se caracterizan por mostrar un débil vínculo de apego entre padres e hijos, frente aquellos que se inician en la adolescencia.

Conflictos maritales

Muchas investigaciones han mostrado que la inexistencia de una adecuada relación entre el padre y la madre o la existencia de relaciones tensas y conflictivas en el medio familiar, ha sido relacionada consistentemente con la manifestación de actividades antisociales por parte de los hijos (Borduin, Pruitt y Henggeler, 1986; Brody y Forehand, 1993; Cantón, Cortés y Justicia, 2002; Farrington, 1989a; Rutter y Giller, 1983; Wells y Rankin, 1991). Estas correlaciones se observan tanto en familias “intactas” (ambos padres presentes en el hogar) como en “hogares rotos” (Hawkins, Catalano y Miller, 1992).
Farrington (1989a) encontró correlaciones moderadas entre la desarmonía parental, la violencia autoinformada y los arrestos por crímenes violentos en los adolescentes. McCord (1979) también encontró una relación entre los conflictos maritales medidos a través de registros de casos y los registros oficiales de delitos violentos en una muestra de 201 niños; equiparandose a los hallazgos del estudio juvenil de Cambridge-Somerville, el cual mostraba que los niños criados en familias con altos niveles de conflicto tenían mayor probabilidad de ser arrestados por delitos violentos.

Maguin et al. (1995) encontraron que los conflictos familiares vividos a la edad de 10 años, no estaban asociados con la violencia autoinformada a la edad de 18 años. Sin embargo, altos niveles de conflicto familiar a las edades de 14 y 16 años eran predictores de conductas violentas autoinformadas por los jóvenes a la edad de 18 años. Elliott (1994) encontró que los individuos que habían estado expuestos a episodios violentos entre sus padres eran más violentos en su etapa adulta. El ser testigo de violencia del padre hacia la madre era tan perjudicial para los menores como el recibir la violencia directamente (Frías et al., 2001). Estos resultados vienen a confirmar que la exposición a niveles elevados de conflicto familiar/marital incrementa notablemente el riesgo de violencia.
Villar et al. (2003) encuentran que un alto grado de conflictividad familiar unido a un bajo nivel de comunicación o un estilo educativo permisivo se relacionaba con una mayor probabilidad de que los adolescentes se implicaran en conductas antisociales. Por el contrario, un bajo grado de conflictividad familiar y una alta comunicación entre adolescentes y padres, se presentaban como factores protectores de dichas conductas.
Thornberry (2004) ha encontrado una relación constante entre el inicio temprano de la delincuencia y la adversidad familiar. Así, los delincuentes infantiles o de inicio temprano tienen una mayor probabilidad de proceder de familias muy conflictivas y con alto grado de hostilidad entre ellos, frente aquellos que se inician en la adolescencia.

Actitudes parentales favorables hacia la violencia

Existen estudios que evidencian que las actitudes que tienen los padres sobre los problemas de conducta y de salud tales como, abuso de alcohol y drogas en la adolescencia, predicen las conductas de los adolescentes (Peterson, Hawkins, Abbott y Catalano, 1994). Sin embargo, este tópico ha sido muy poco investigado en relación a los efectos de las actitudes parentales en la conducta violenta de los niños. En el proyecto de desarrollo social de Seattle, cuando los niños tenían 10 años, se les preguntaba a los padres una única pregunta acerca del grado en el que ellos aprobaban la conducta violenta en los niños. Los hijos de los padres que eran mas tolerantes en cuanto a la conducta violenta, tenían una mayor probabilidad de informar comportamientos violentos a los 18 años (Maguin et al., 1995). Resultados similares fueron encontrados por Herrenkohl et al. (2001). Sin embargo, se necesita más investigación sobre la relación entre las actitudes parentales acerca de la violencia y la violencia manifestada en la adolescencia.

Eventos familiares estresantes

Los sucesos estresantes familiares han sido relacionados con un amplio rango de trastornos psiquiátricos y psicopatológicos. La influencia de los sucesos familiares estresantes sobre el comportamiento violento de los hijos fue explorada por Elliot (1994) en adolescentes con edades comprendidas entre los 11 y los 17 años. Utilizó una escala de 15 items para evaluar los estresores familiares que incluía desde enfermedades graves, como desempleo, separación y divorcio hasta accidentes graves. Elliott encontró que no existía una relación entre el número de estresores familiares y la violencia infantil posterior. Los hallazgos de Elliot, confirmaron algunos estudios previos en los que factores como la pérdida de un progenitor condicionaban mínimamente el desarrollo de conductas antisociales (Rutter, 1971; Rutter y Giller, 1983).

Sin embargo, hay algún hallazgo que puede ayudar a comprender el papel de un estresor en el origen y/o mantenimiento de las conductas antisociales. Se ha encontrado que muchos niños de padres en proceso de divorcio muestran un alto nivel de perturbación comportamental antes de que el divorcio tenga lugar pero no después (Block, Block y Gjerde, 1986). En este sentido, estudios como el de Conger et al. (1994) vienen a confirmar estos resultados hallando un aumento de las conductas antisociales “durante” y no “después”de un evento estresante. Así, la relación entre la presión económica y la conducta antisocial sería indirecta y estaría mediatizada por factores como la depresión de algún progenitor, el conflicto matrimonial y la hostilidad de los progenitores.

También se ha sugerido que los cambios de residencia pueden ser un factor de estrés predictor del comportamiento violento. Sin embargo, se ha evidenciado que podrían estar relacionados con otros factores tales como la pobreza o inestabilidad familiar que inhibirían al niño a desarrollar lazos con el colegio y vecindad y, contribuir esto, a aumentar el riesgo de violencia. Existe muy poca investigación en relación a este tema. En los datos de Seattle, Maguin et al. (1995) encontraron que el numero de cambios de residencia vividos en el año anterior por los niños de 16 años, predecía las conductas violentas autoinformadas a la edad de 18, no siendo predictores significativos los cambios de residencia vividos a los 14 años.
Estos hallazgos podrían indicar que estos cambios tienen un efecto a corto plazo en la conducta interrumpiendo los lazos afectivos con el colegio o el barrio y que estos efectos disminuyen con el tiempo al formarse nuevos vínculos en el nuevo ambiente. Se necesita más investigación para determinar la contribución que tiene el cambio de residencia en el comportamiento violento.

Por último, Robertson (2003) encuentra que aquellos sujetos que estuvieron sometidos a estrés durante la etapa escolar, presentaban mayor prevalencia de delincuencia, depresión o consumo de alcohol, siendo ésta última menos frecuente. Asimismo, la influencia negativa de los pares sería la variable que mediaría entre el estrés y la comisión de delitos, mientras una baja autoestima mediaría hacia la depresión. El estudio de Shek y Tang (2003) confirma de nuevo que altos niveles de estrés percibido por los adolescentes estaría asociado con mayores signos de violencia futura.

Separación de los padres y de las relaciones paterno-filiales

La evidencia de que los delincuentes juveniles proceden en general de hogares desintegrados ha sido mostrada por multitud de estudios (Borduin et al., 1986; Farrington, 1989; Rutter y Giller, 1983; Wells y Rankin, 1991). Sin embargo, no está nada claro que ese tipo de familias faciliten en todos los casos un mayor riesgo de conductas antisociales (Loeber y Dishion, 1983).
La ruptura de la relación entre padres-hijos está relacionada con el comportamiento violento de los hijos, aunque como ha sido comentado anteriormente, parece que la relación con la violencia se establece precisamente durante el evento estresante, no siendo una factor determinante en el futuro de dicho comportamiento (Block et al., 1986). No obstante, Farrington (1989a) encontró que la separación de padres-hijos antes de los 10 años predecía la violencia autoinformada en la adolescencia y en la etapa adulta así como los arrestos por delitos violentos, confirmando así, los resultados obtenidos en el estudio nacional británico anterior (Wadsworth, 1979), que mostraban que las familias “rotas” antes de los 10 años, eran predictoras de arrestos por delitos violentos antes de los 21 años. De forma similar, en el estudio de Dunedin, las familias monoparentales a la edad de 13 años predecían arrestos por violencia a la edad de 18 años (Henry et al., 1996).

En esta línea, Pfiffner et al. (2001) examinaron las características de familias con conductas antisociales. La conclusión más relevante de este estudio fue que en aquellas familias en las que el padre biológico estaba en casa, había una menor sintomatología vinculada con conductas antisociales en el padre, madre e hijos y un estatus socioeconómico más elevado. Por el contrario, aquellas familias que registraban una ausencia del padre, tenían mayor probabilidad de aparición de conductas antisociales, así como un estatus socioeconómico más bajo. Asimismo, en un estudio sobre la estabilidad del comportamiento antisocial, se encontró que el pertenecer a una familia monoparental estaba asociado a un incremento del comportamiento antisocial (Pevalin, Wade y Brannigan, 2003).  Gordon (2003) encuentra que la separación y divorcio de los padres junto con el hecho de que los padres se volvieran a casar después, fueron factores significativos a largo plazo de un aumento de problemas comportamentales y psicológicas en los hijos, encontrando diferencias en cuanto al género. Así, las mujeres presentaban más depresión y los varones más problemas de conducta. Sin embargo, resalta que dicha influencia estaría mediada por distintos factores tales como el apoyo social percibido y la cohesión familiar.

De la misma forma, Del Barrio (2004b) señala que los hogares monoparentales son la estructura familiar que mayor relación guarda con la agresión, ya que la mayor parte de las veces esta situación se produce por abandono o por divorcio de los padres, quedando el hogar a cargo de la mujer. En lineas generales, se supone que el divorcio, el abandono o viudedad no producen directamente efectos negativos en los niños, pero sí lo hacen las circunstancias que suelen acompañarlos: malas relaciones entre los padres, deterioro de la situación económica, falta de tiempo para una adecuada supervisión y sobrecarga laboral, siendo en estos casos donde aparecen la indisciplina, los problemas de conducta y el bajo rendimiento escolar.
En un seguimiento realizado del estudio de Woodlawn, McCord y Ensminger (1995) investigaron la relación entre el abandono temprano del hogar de los niños y su posterior violencia. Los investigadores, utilizando datos retrospectivos, determinaron si los participantes del estudio abandonaron inicialmente sus casas antes o después de los 16 años y encontraron que el abandono temprano del hogar estaba asociado con mayores niveles de violencia posterior, tanto en mujeres como varones.
 Así, vemos como la separación padre-hijos se puede producir por múltiples causas, siendo éstas las que predicen un comportamiento violento posterior de los jóvenes y sugiriendo, además, la importancia que cobran los estudios multivariados sobre la relación entre la familia y otros constructos en la predicción de la violencia.

 Padres adolescentes

La conducta antisocial se ha visto asociada también con la maternidad adolescente y con aquellas relaciones con hombres antisociales, viéndose seguidas estas conductas de un alto índice de ruptura de la relación de cohabitación, de dificultades de crianza y de un mayor índice de interrupción de la misma (Quinton y Rutter, 1988; Quinton, Pickles, Maughan y Rutter, 1993).
Conseur, Rivara, Barnoski y Emanuel (1997), encontraron que ser hijo de madre soltera, está asociado a más del doble de riesgo de llegar a ser un infractor crónico; mientras que el haber nacido de una madre menor de 18 años, está asociado a un aumento de más del triple en el riesgo de llegar a ser un infractor crónico. El grupo más alto de riesgo se concentra precisamente en aquellos varones nacidos de madres que tienen menos de 18 años cuando se produjo el nacimiento, siendo su riesgo de acabar siendo un infractor crónico, once veces mayor que el del grupo de más bajo riesgo. Otros estudios obtienen resultados muy comparables (Kolvin et al., 1990; Loeber y Farrington, 2000; Maynard, 1997; Moffitt y Caspi, 1997).
Finalmente, Rutter et al., (2000) señalan que dado que todos los estudios dejan de ver que el ser padre o madre en la adolescencia va asociado a otros factores de riesgo, entre ellos, dificultades de crianza, acortamiento de la educación, pobreza, falta de apoyo de una pareja, es probable que gran parte del riesgo que afecta al niño se deba al efecto de estos factores más que a la edad de los padres en sí misma.

 El tamaño de la familia

El tamaño de la familia, como el número de hermanos o la presencia de ambos padres
en el hogar, se ha relacionado con un aumento de la probabilidad de ejercer conductas antisociales. Sin embargo, con el tiempo se ha visto que el poder predictivo de estas variables depende o está en función de otras relativas al funcionamiento del hogar, como las prácticas de crianza o la calidad de las relaciones. Es decir, un mayor número de hijos conllevará un menor grado de supervisión, lo cual incidirá sobre la conducta problema, al igual que un hogar roto donde falta uno de los padres conlleva mayores conflictos (Pevalin et al., 2003). Por lo tanto, lo importante no es la cantidad de personas presentes en el núcleo familiar sino la calidad de las relaciones (Luengo et al., 2002).
Al respecto, Offord (1982) postuló que el riesgo se origina, no en las pautas de crianza sino en la influencia de hermanos o hermanas delincuentes, a través de algún tipo de efecto de “contagio”. Estos datos son concordantes con diversos estudios en los que se aprecia que el riesgo de delincuencia está un función del número de hermanos y hermanas delincuentes (Farrington et al., 1996b; Rowe y Farrington, 1997).
Sin embargo, Rowe y Farrington (1997) ofrecen una visión alternativa, postulando que el mecanismo explicativo reside en una tendencia de los individuos antisociales a tener familias grandes, estando el riesgo, en parte, genéticamente mediado. Parece que existe una asociación más directa con la delincuencia familiar que con el tamaño de la familia, por lo que podría considerarse más correcto el papel de la familia numerosa como un factor asociado casualmente al riesgo de conducta antisocial.

Tabla 3.5. Resumen de factores de riesgo familiares
FACTORES DE RIESGO
ESTUDIOS HALLAZGOS EMPÍRICOS

1. Criminalidad de los padres

McCord, 1982 Farrington, 1989a
Habría una relación positiva entre los comportamientos desviados paternos, medidos por la presencia de conductas como alcoholismo del padre o el haber estado convicto por embriaguez y/o un crimen grave, y las conductas violentas registradas de sus hijos
Existe relación entre el arresto parental antes del décimo cumpleaños de sus hijos y el aumento de los crímenes violentos registrados oficialmente y autoinformados por parte de los jóvenes en la adolescencia

2. Maltrato infantil

Widom, 1989 Kessler et al., 1997Gregg y Siegel, 2001; Pincus, 2001; De Bellis et al., 2002; Wilmers et al., 2002; Teicher, 2002, 2003, 2004. Egeland, Yates, Appleyard y Van Dulmen, 2002 Serbin y Karp, 2004Herrenkohl, Herrenkohl y Egolf, 2003 Wilmers et al. 2002Teicher, 2004
Los sujetos que habían sufrido abusos sexuales por parte de sus padres tenían una tendencia ligeramente mayor a cometer delitos violentos. Los que habían sufrido abusos físicos tenían una tendencia aumentada a haber sido arrestados por violencia.
Finalmente, los que habían sufrido negligencias eran los más proclives a cometer delitos violentos en la adolescencia
Los malos tratos o desatención son un factor de riesgo de conducta antisocial, siendo así sobre todo, cuando la conducta antisocial forma parte de un trastorno de personalidad más general
El maltrato infantil como un factor de riesgo en el posterior desarrollo de las conductas antisociales.
El maltrato físico en la infancia, la negligencia emocional y la enajenación, predecía problemas de comportamiento en los primeros años de escuela y conllevaría a una conducta antisocial en la adolescencia.
Existiría una trasferencia intergeneracional en la cual los niños agredidos presentarían secuelas que incluirían fracaso escolar, mayores conductas de riesgo, embarazos adolescentes y pobreza familiar; estilos que estarían mas relacionados con conductas agresivas y crueles hacia los demás, incluidos sus propios hijos.
El haber sufrido maltrato en la infancia, era un factor de riesgo para el desarrollo posterior de conductas antisociales, aumentando dicho riesgo si se daba conjuntamente con inestabilidad familiar.
Existen correlaciones entre la victimización por violencia física parental sufrida por los jóvenes y la violencia activa autoinformada.
Existen deficiencias neurológicas relacionadas con el maltrato infantil, como anomalías en el EEG, disfunción en el sistema límbico, deficiencias en la interconexión entre hemisferios o reducción del volumen del hipocampo y la amígdala, que pueden llevar a la aparición de conductas violentas o problemas psiquiátricos en la edad adulta.

3. Pautas educativas inadecuadas

Patterson, 1982; Patterson et al., 1984; Capaldi y Patterson, 1996 Farrington, 1989a Wells y Rankin, 1991Xie, Cairns y Cairns, 2001Roa y Del Barrio, 2002; Del Barrio 2004. Ardelt y Day, 2002Shek y Tang, 2003Serbin y Karp, 2004 Compton, Snyder, Schrepferman, Bank y Shortt, 2003 Molinuevo, Pardo, Andion y Torrubia, 2004
El fracaso de los padres para crear expectactivas claras en el comportamiento de los hijos, la pobre monitorización y supervisión, así como la disciplina severa e inconsistente, predicen la posterior delincuencia y abuso de sustancias
Los niños con mala pauta de crianza, estilo parental autoritario, pobre supervisión, actitud parental cruel / pasiva / negligente y un desacuerdo de los progenitores acerca de la pauta de crianza, son predictores de violencia posterior medida a través de auto-informes o el registro de crímenes violentos

Los jóvenes cuyos padres habían sido estrictos tienen mayor probabilidad de ejercer dichas conductas, exhibiendo mayores conductas violentas
La calidad de las relaciones de crianza correlaciona negativamente con la agresión y positivamente con un buen nivel de adaptación de los hijos, popularidad, competencia académica y calidad del grupo de amigos.
Un estilo de crianza paterno “autorizado”, que da apoyo, controla la conducta de sus hijos y es flexible en las normas, produce efectos beneficiosos sobre la conducta agresiva de sus hijos. Así, entre todas las posibles combinaciones, aquella que une la falta de afecto y la ausencia de normas es la que produce consecuencias más desastrosas en el proceso de socialización.
La consistencia de las prácticas educativas parentales así como una buena supervisión adulta, estarían asociados negativamente con la conducta antisocial en adolescentes.
Un buen funcionamiento familiar asociado a estilos parentales positivos, así como a un apoyo interpersonal dentro de la familia estaría asociado con menos niveles de conducta antisocial en la adolescencia.
Un estilo parental constructivo caracterizado por calidez emocional y prácticas disciplinarias consistentes, actuaría como un factor protector de la conducta antisocial.
Un estilo parental coercitivo utilizado durante la niñez y adolescencia aumentaba el riesgo de conducta antisocial para ambos sexos así como el riesgo de depresión en el caso de las niñas.
Una escasa monitorización y supervisión por parte de los padres evaluada de forma retrospectiva, se mostró relacionada con la presencia de conducta antisocial autoinformada en tres muestras diferentes: delincuentes juveniles y estudiantes y niños.

4. Interacción padres-hijos

Hanson et al., 1984; Mirón et al., 1988; Frías et al., 2001 Loeber y Dishion, 1983 Farrington, 1993 Catalano y Hawkins, 1996 Crosnoe et al., 2002Laird, Pettit, Dodge y Bates, 2003
Los vínculos afectivos débiles entre el hijo y los padres predicen el desarrollo de comportamientos antisociales
Una relación con los padres cálida y afectuosa predice un índice de delincuencia juvenil baja
Pese a que el apego familiar y la interacción padres-hijos son considerados factores protectores, no se ha determinado consistentemente cómo ejercen este efecto
Las pautas educativas erróneas se relacionan con un aumento del riesgo de cometer crímenes por los hijos. Sin embargo, el fuerte apego familiar y la interacción padres-hijos son factores protectores frente al desarrollo de conducta delictiva
El tener relaciones positivas con los padres y profesores, así como el establecer compromisos, actúa de factor protector a la hora de mostrar problemas comportamentales
Los padres que informan mantener una buena relación con sus hijos y pasan mucho tiempo juntos, se asocia con menos comportamientos antisociales, encontrandose también estos resultados a la inversa.

5. Apego familiar Hirschi, 1969

Elliot, 1994Simons et al., 2001 Wernet y Silbereisen, 2003 Thornberry, 2004
El apego a la familia inhibe el crimen y la delincuencia No hay relación significativa entre la falta de apego familiar y la violencia.
El apego está mediando en el desarrollo de características tales
como la cognición social y la autoestima, al tiempo que también lo hace con la agresión. De esta forma, los adolescentes con bajo apego tienen también bajos niveles de cognición social, autoestima y alta conducta agresiva.
La cohesión familiar se asociaba con comportamientos antisociales sólo en el caso de las chicas y no para los chicos, lo que podría explicar como las chicas tienen una mayor sensibilidad a los estresores familiares y al rol parental en el desarrollo comportamental.
Los niños o adolescentes que inician sus primeras conductas antisociales en edades tempranas se caracterizan por mostrar un débil vínculo de apego entre padres e hijos, frente aquellos que se inician en la adolescencia.

6. Conflictos maritales

Rutter y Giller, 1983; Borduin et al., 1986; Farrington, 1989a; Wells y Rankin, 1991 Elliot, 1994 Maguin et al.,1995 Frías et al., 2001 Villar et al., 2003
La inexistencia de una adecuada relación entre el padre y las madres se relaciona con la manifestación de actividades antisociales por parte de los hijos
Los individuos que han sido expuestos a episodios violentos entre sus padres son más violentos en su etapa adulta
Los conflictos familiares vividos a la edad de 10 años, no estaban asociados con la violencia autoinformada a la edad de 18 años. Sin embargo, altos niveles de conflicto familiar a las edades de 14 y 16 años eran predictores de conductas violentas autoinformadas por los jóvenes a la edad de 18 años.
El ser testigo de violencia del padre hacia la madre era tan perjudicial para los menores como el recibir la violencia directamente. Estos resultados vienen a confirmar que la exposición a niveles elevados de conflicto familiar/marital incrementa notablemente el riesgo de violencia.
Un alto grado de conflictividad familiar unido a un bajo nivel de comunicación o un estilo educativo permisivo se relacionaba con una mayor probabilidad de que los adolescentes se implicaran en conductas antisociales. Por el contrario, un bajo grado de conflictividad familiar y una alta comunicación entre adolescentes y padres, se presentaban como factores protectores de dichas conductas.

7. Actitud parental favorable hacia la violencia

Peterson et al, 1994. Maguin et al., 1995; Herrenkohl et al., 2001.
Las actitudes que tienen los padres sobre los problemas de conducta y de salud tales como, abuso de alcohol y drogas en la adolescencia, predicen las conductas de los adolescentes
Cuando los niños tenían 10 años, se les preguntaba a los padres una única pregunta acerca del grado en el que ellos aprobaban la conducta violenta en los niños. Los hijos de los padres que eran mas tolerantes en cuanto a la conducta violenta, tenían una mayor probabilidad de informar comportamientos violentos a los 18 años

8. Eventos familiares estresantes

Rutter, 1971; Rutter y Giller, 1983; Elliot, 1994 Block et al., 1986; Conger et al., 1994 Maguin et al., 1995 Robertson 2003; Shek y Tang, 2003.
Los sucesos vitales estresantes tienen una influencia mínima en el desarrollo de conductas antisociales
El efecto de los eventos estresantes en la predicción de comportamiento antisocial es “durante” y no “después”
El numero de cambios de residencia vividos en el año anterior por los niños de 16 años, predecía las conductas violentas autoinformadas a la edad de 18, no siendo predictores significativos los cambios de residencia vividos a los 14 años. Estos hallazgos podrían indicar que estos cambios tienen un efecto a corto plazo en la conducta interrumpiendo los lazos afectivos con el colegio o el barrio y que estos efectos disminuyen con el tiempo al formarse nuevos vínculos en el nuevo ambiente.
Aquellos sujetos que estuvieron sometidos a estrés durante la etapa escolar, presentaban mayor prevalencia de delincuencia, depresión o consumo de alcohol, siendo ésta última menos frecuente.
Asimismo, la influencia negativa de los pares sería la variable que mediaría entre el estrés y la comisión de delitos, mientras una baja autoestima mediaría hacia la depresión. El estudio de confirma de nuevo que altos niveles de estrés percibido por los adolescentes estaría asociado con mayores signos de violencia futura.

9. Separación de los padres

Rutter y Giller, 1983; Borduin et al., 1986; Farrington, 1989; Wells y Rankin, 1991 Loeber y Dishion, 1982 Block et al., 1986 Farrington, 1989 Gove y Crutchfield, 1982; Cerbkowich y Giordano, 1987; Laub y Sampson, 1988 Mirón, 1990 Henry et al., 1996 Pfiffner et al., 2001 Pevalin, Wade y Brannigan, 2003 Gordon, 2003 Del Barrio, 2004b
En líneas generales, los delincuentes juveniles provienen de hogares desintegrados.
El provenir de un hogar desintegrado no va a determinar unívocamente la aparición de conductas delictivas.

La relación entre la ruptura matrimonial y el aumento de la manifestación de comportamientos violentos es durante dicho acontecimiento y no después.
La separación padres-hijos antes de los 10 años predecía violencia auto-informada en chicos londinenses en la adolescencia y etapa adulta, así como en las estadísticas oficiales por crímenes violentos.
La desintegración del hogar no predice de forma significativa la aparición de conductas antisociales.
En la predicción de las conductas antisociales s más importante la calidad de las relaciones que la presencia o ausencia de uno de los
padres.
Las familias monoparentales a la edad de 13 años predecían arrestos por violencia a la edad de 18 años.
Las familias con el padre biológico en casa muestran una menor sintomatología vinculada a conductas antisociales en el padre, madre e hijos. Asimismo, el estatus socioeconómico solía ser más elevado. Estas relaciones se invertían en el caso que el padre
estuviese ausente.
El pertenecer a una familia monoparental estaba asociado a un incremento del comportamiento antisocial.
La separación y divorcio de los padres junto con el hecho de que los padres se volvieran a casar después, fueron factores significativos a largo plazo de un aumento de problemas comportamentales y psicológicas en los hijos, encontrando diferencias en cuanto al género. Así, las mujeres presentaban más depresión y los varones más problemas de conducta. Sin embargo, resalta que dicha influencia estaría mediada por distintos factores tales como el apoyo social percibido y la cohesión familiar.
Los hogares monoparentales son la estructura familiar que mayor relación guarda con la agresión, ya que la mayor parte de las veces esta situación se produce por abandono o por divorcio de los padres, quedando el hogar a cargo de la mujer.

10. Padres adolescentes

Quinton y Rutter, 1988; Quinton et al., 1993 Rutter et al., 1990 Conseur et al., 1997; Kolvin et al., 1990; Maynard, 1997; Moffitt y Caspi, 1997; Loeber y Farrington, 2000
La conducta antisocial de muchas jóvenes se asocia con la maternidad adolescente y con relaciones compulsivas con hombres antisociales. Además, hay un alto índice de ruptura de la relación de cohabitación junto con dificultades de crianza y un mayor índice de interrupción de la misma
El patrón de relación entre conducta antisocial y paternidad adolescente, así como las consecuencias derivadas de la misma, es menos consistente en los varones
El ser hijo de madres soltera está relacionado con el doble de riesgo de llegar a ser un infractor crónico. El haber nacido de una madre menor de 18 años se asocia a un aumento de más del triple en el riesgo de llegar a ser un infractor crónico. El mayor riesgo se da cuando se ha nacido de una madre que era menor de 18 años, llegando el riesgo a once veces mayor con respecto al grupo de más bajo riesgo

11. El gran tamaño de la familia

Offord, 1982 Farrington et al., 1996; Rowe y Farrington, 1997 Pevalin, Wade y Brannigan, 2003
El formar parte de familias numerosas es un factor de riesgo debido a la influencia por efecto de contagio” de los hermanos o hermanas delincuentes
El riesgo de delincuencia está modulado por el número de hermanos y hermanas delincuentes. Los resultados se atribuyen a factores genéticos
Un mayor número de hijos conllevará un menor grado de supervisión, lo cual incidirá sobre la conducta problema, al igual que un hogar roto donde falta uno de los padres conlleva mayores  conflictos

Factores escolares

 El colegio es otro órgano de socialización prioritario, entre cuyas funciones no sólo se encuentra la formación para un funcionamiento socialmente adaptado sino que facilita las primeras interacciones con los iguales y figuras de autoridad distintas a las familiares y la consecución de sus primeros logros socialmente reconocidos.
 El rendimiento académico, el bajo interés en la educación y la baja calidad de la escuela son indicadores de diferentes constructos relacionados con la escolarización. Se han postulado diversos mecanismos a través de los cuales los factores escolares influyen en el comportamiento antisocial y violento (véase resumen Tabla 3.6.).
En líneas generales, los factores escolares se han mostrado consistentemente más protectores que los factores familiares. Así, Crosnoe et al. (2002) encontraron que al apego hacia los profesores, los logros académicos, la orientación hacia la escuela, la supervisión de los padres, el vínculo con los padres y la organización familiar, son factores de protección frente al desarrollo de conductas violentas.

Fracaso académico

Farrington (1989a) encontró que bajos niveles de rendimiento académico durante la enseñanza primaria predecían futuros arrestos por violencia. El 20% de aquellos niños cuyos profesores informaban de un bajo nivel de rendimiento en la enseñanza primaria a la edad de 11 años, fueron arrestados por delitos violentos en la etapa adulta, frente a un 10% del resto de la muestra con rendimiento normal. Asimismo, el mantener bajos niveles de rendimiento en la etapa de educación secundaria, casi duplicaba la probabilidad de arrestos por violencia en la vida adulta. Denno (1990) encontró que los logros académicos a la edad de 7 años y entre los 13 y 14 años, estaban inversamente relacionados con la emisión de delitos violentos tanto en varones como en mujeres. En contraste con los hallazgos encontrados para otras variables o factores de riesgo, la relación entre el rendimiento académico y la violencia posterior era más fuerte para las mujeres que para los varones.  Maguin et al. (1995) encontraron que los informes de los padres sobre un bajo rendimiento de sus hijos a la edad de 10, 14 y 16 años, predecían la violencia autoinformada por estos chicos a la edad de 18 años. El fracaso académico desde los primeros niveles era predictor de un incremento en el riesgo de llevar a cabo comportamientos violentos posteriores. Resultados semejantes fueron obtenidos por Maguin y Loeber (1996) quienes encontraron una relación significativa entre un pobre rendimiento académico y el comienzo o mayor prevalencia de la delincuencia, así como con la escalada en la frecuencia y gravedad de los actos antisociales.

 A pesar de que el fracaso escolar es un factor de riesgo importante de la conducta antisocial, no es determinante. Sin embargo, ha de tenerse muy en cuenta en los niños y jóvenes que acumulan otros factores de riesgo, especialmente los referidos a problemas familiares, niveles bajos de desarrollo y consumo de drogas (Del Barrio, 2004a). Así, la peligrosidad del bajo rendimiento escolar tiene que ver con la percepción de futuro y con la pertenencia a un grupo, por lo que los sujetos con bajo rendimiento tienen problemas para integrarse dentro de las normas sociales y junto con las bajas aspiraciones que presentan, la posibilidad de que aparezca el comportamiento agresivo o violento se incrementa.

No obstante, pese a la relación encontrada entre el fracaso académico y el riesgo de emitir conductas antisociales, no queda claro si el riesgo principal se deriva de las bajas capacidades cognitivas (bajo CI) o del propio fracaso escolar (Rutter et al., 2000). En cualquier caso, el fracaso académico es considerado como un factor de riesgo en numeroso estudios (Carrasco y del Barrio, 2002, 2003; Del Barrio, 2004a; Díaz-Aguado, 2004; Loeber y Farrington, 1999) y, el logro académico actuaría como claro factor de protección (Bandura, Barbarelli, Caprara y Pastorelli, 2001; Crosnoe et al., 2002).

 Apego o vinculación escolar

La escuela presenta abundantes elementos positivos como institución social y pedagógica: a) los buenos modelos de comportamiento del profesorado; b)las expectativas de los alumnos adecuadamente altas con una respuesta eficaz; c) una enseñanza interesante y bien organizada; d) un buen uso de las tareas para casa y un seguimiento del progreso; e) unas buenas ocasiones de que los alumnos asuman responsabilidad y, f) una atmósfera ordenada y un estilo de liderazgo que proporcione dirección pero sea receptivo a las ideas de los demás y promueva una elevada moral en el personal y en los alumnos (Rutter et al., 1997). Es indudable que la presencia de estos factores incrementa el apego y el vínculo del joven con la escuela, reduciendo la posibilidad de aparición de conductas antisociales. Asimismo, las relaciones de apoyo mutuo entre el hogar y el colegio también son importantes.
Desde las teorías del control social (Hirschi, 1969) se ha enfatizado la importancia del apego o del compromiso hacia la escolarización y el colegio como importantes factores protectores contra el delito (Catalano y Hawkins, 1996). Los sujetos que presentan conductas problemáticas tienden a mostrar un cierto desapego emocional respecto al entorno escolar, actitudes más negativas hacia él y expectativas negativas respecto a su éxito académico a la vez que perciben la educación académica como poco útil o relevante (Marcos y Bahr, 1995; Swaim, 1991).

La evidencia disponible generalmente apoya la hipótesis de que un bajo nivel de vinculación con el colegio predice comportamientos violentos, aún cuando, de alguna manera, estos resultados puedan variar según qué indicadores de compromiso escolar se hayan utilizado (Loeber y Farrington, 1999).
En un análisis de una submuestra de afroamericanos y euroamericanos obtenida del proyecto de Desarrollo Social de Seattle, Williams (1994) encontró que el vínculo con el colegio está más fuertemente relacionado con la reducción de la violencia entre los afroamericanos varones y menos relacionado con la violencia entre los euroamericanos mujeres.
Maguin et al. (1995) investigaron a partir de los datos del estudio de Seattle, la relación entre el bajo compromiso con el colegio a los 10, 14 y 16 años y el comportamiento violento de forma autoinformada a la edad de 18 años. Un bajo nivel de compromiso hacia el colegio a la edad de 10 años no predecía violencia posterior pero a los 14 y 16 años, si lo predecía. De forma similar, bajas aspiraciones educacionales a la edad de 10 años no predecía violencia posterior, sin embargo, baja aspiraciones educacionales a los 14 y 16 años, si predecían comportamientos violentos a los 18 años; aunque con menos fuerza que el bajo compromiso hacia el colegio. En contraste, Elliott (1994) en el estudio juvenil nacional, informó que el vínculo escolar no era un predictor significativo de delitos violentos serios. De la misma forma, Mitchell y Rosa (1979) encontraron que no existía una asociación entre lo que informaban los padres sobre el nivel de agrado que sentían sus hijos por el colegio y los delitos contra las personas registrados oficialmente durante los 20 y 30 años.

Sin embargo, en la actualidad, Crosnoe et al. (2002) encontraron que aquellos adolescentes con un mayor vínculo hacia la escuela tenían menos posibilidades de verse inmiscuidos en situaciones problemáticas. Para esos alumnos, los costes percibidos por ejercer un comportamiento no aceptable eran suficientes para disuadirles de realizar conductas antisociales. De la misma forma, Thornberry (2004) encuentra en delincuentes de inicio temprano un menor apego por los maestros y el centro escolar, en comparación con el grupo de inicio en la adolescencia y, en especial, con los no delincuentes.

 Absentismo y abandono escolar

Hacer novillos y abandonar el colegio, podrían ser indicadores conductuales que ponen de manifiesto un bajo nivel de compromiso con la escolarización, pero también podrían haber otras razones por las que los niños faltan al colegio o lo abandonan de forma temprana (Janosz, Le Blanc, Boulerice y Tremblay, 1996).
Farrington (1989a) mostró cómo aquellos jóvenes con mayor índice de faltas a clase entre los 12 y los 14 años y aquellos que abandonaron el colegio antes de los 15 años, eran más propensos a desarrollar conductas violentas en la adolescencia y la etapa adulta. Los hallazgos de Farrington constituyen uno de los numerosos estudios que han mostrado como faltar a clase o hacer novillos constituye un factor de riesgo sustancial para la delincuencia.
Ahora bien, podría considerarse que la falta de asistencia a clase es un factor de riesgo que contribuye a facilitar el paso a la delincuencia, en tanto en cuanto proporciona oportunidades adicionales para la conducta desviada (Farrington, 1995; Robins y Robertson, 1996).
Thornberry (2004) encuentra en delincuentes de inicio temprano un menor compromiso con los estudios y con la asistencia al colegio, en comparación con el grupo de inicio en la adolescencia y, en especial, con los no delincuentes.

 Elevada delincuencia y vandalismo en la escuela

Con respecto a la delincuencia en la etapa escolar, Farrington (1989a) encontró que los chicos que tenían altos índices de delincuencia a la edad de 11 años informaban levemente, aunque significativamente, más comportamiento violento que otros jóvenes al llegar a la adolescencia y la etapa adulta.
El vandalismo escolar se puede manifestar en agresiones físicas por parte de los alumnos contra profesores o contra sus compañeros, violencia contra objetos y cosas de la escuela, amenazas, insultos, intimidación, aislamiento o acoso entre los propios escolares. Este último fenómeno ha venido ha llamarse bullying (Lawrence, 1998; Schneider, 1993). El bullying es una forma de violencia entre niños que suele ocurrir en el colegio y en sus alrededores. Bajo este término se engloban tres formas de violencia: física (golpes, peleas, escupir), verbal (insultos, menosprecios, amenazas) y psicológica (falsos rumores, intimidaciones).
Como conclusión, señalar que hay abundantes testimonios de que la conducta perturbadora, difícil o desafiante y el vandalismo en la etapa escolar son predictores de posteriores actividades antisociales y criminales (Loeber et al., 1997; Nagin y Tremblay; 1999; Raviv et al., 2001; Rutter et al., 2000; Trianes, 2004).

 Traslados de colegio

En el estudio de Maguin et al. (1995), se les preguntó a los padres y jóvenes a los 14 y 16 años del Proyecto de Desarrollo Social de Seattle, que indicaran el número de veces en que los niños habían cambiado de colegio durante el año anterior. Los jóvenes que habían tenido más cambios de colegio eran más violentos a los 18 años frente a aquellos que no se habían cambiado. Nuevamente es importante no olvidar, que al igual que otros factores, los traslados de colegio se relacionan con otras variables que a su vez también predicen la violencia.

 Aspiraciones o preferencias ocupacionales

Hogh y Wolf (1983) consideraron la relación entre las aspiraciones o preferencias ocupacionales y la violencia en una muestra de 7.917 varones. Se administró una prueba que evaluaba las preferencias ocupacionales de los participantes de 12 años, que consistía en valorarar 51 ocupaciones de acuerdo a sus preferencias. Posteriormente, se organizaron por categorías jerarquizadas de acuerdo con el supuesto estatus profesional. Los investigadores encontraron que los participantes que mostraban preferencias por trabajos de menor estatus tenían una mayor probabilidad de estar registrados por la policía de Dinamarca por faltas violentas entre los 15 y 22 años.

Tabla 3.6. Resumen de factores de riesgo escolares
FACTORES DE RIESGO
ESTUDIOS HALLAZGOS EMPÍRICOS

1. Fracaso académico
Farrington, 1989a; Maguin y Loeber, 1996 Gottfredson, 1991 Rutter et al., 2000 Crosnoeet al., 2002 Del Barrio, 2004 Rutter et al., 2000 Loeber y Farrington, 1999; Carrasco y del Barrio, 2002, 2003; Díaz-Aguado, 2004; Del Barrio, 2004. Bandura et al., 2001; Crosnoeet al., 2002
El pobre rendimiento académico se relaciona con el inicio y aumento en la frecuencia y en la gravedad de las conductas antisociales
Existe una relación inversa entre la habilidad intelectual y la delincuencia controlando el estatus socioeconómico
Aunque haya relación entre el fracaso académico y el riesgo de conductas antisociales, no está claro si es por las bajas capacidades cognitivas o por el fracaso escolar
El logro académico actuaría como factor protector de las conductas antisociales
La peligrosidad del bajo rendimiento escolar tiene que ver con la percepción de futuro y con la pertenencia a un grupo, por lo que los sujetos con bajo rendimiento tienen problemas para integrarse dentro de las normas sociales y junto con las bajas aspiraciones que presentan, la posibilidad de que aparezca el comportamiento agresivo o violento se incrementa.
Pese a la relación encontrada entre el fracaso académico y el riesgo de emitir conductas antisociales, no queda claro si el riesgo principal se deriva de las bajas capacidades cognitivas (bajo CI) o del propio fracaso escolar.
El fracaso académico es considerado como un factor de riesgo en numeroso estudios.
El logro académico actuaría como claro factor de protección

2. Apego escolar Hirschi, 1969
Rutter et al.,1997 Maguin et al., 1995 Catalano y Hawkins, 1996 Loeber y Farrington, 1999 Crosnoe et al., 2002 Thornberry, 2004
El apego o compromiso hacia la escuela puede actuar de factor protector frente al crimen.
Hay una serie de factores que incrementan el apego y el vínculo del joven con la escuela, reduciendo la posibilidad de aparición de conductas antisociales. Éstas son: buenos modelos de conducta en el profesorado, expectativas de los alumnos altas con respuestas eficaces, enseñanza interesante y bien organizada, buen uso de las tareas para casa, unas buenas ocasiones de que los alumnos asuman responsabilidad, una atmósfera ordenada y un estilo de liderazgo que proporcione dirección y promueva una elevada moral en los alumnos
Un bajo nivel de compromiso hacia el colegio a la edad de 10 años no predecía violencia posterior pero a los 14 y 16 años, si lo predecía. De forma similar, bajas aspiraciones educacionales a la edad de 10 años no predecía violencia posterior, sin embargo, baja aspiraciones educacionales a los 14 y 16 años, si predecían comportamientos violentos a los 18 años; aunque con menos fuerza que el bajo compromiso hacia el colegio.

Un bajo nivel de apego a la escuela predice un posterior comportamiento violento, y viceversa
La evidencia disponible generalmente apoya la hipótesis de que un bajo nivel de vinculación con el colegio predice comportamientos violentos, aún cuando, de alguna manera, estos resultados puedan variar según qué indicadores de compromiso escolar se hayan utilizado.
Los adolescentes con mayor vínculo hacia la escuela tienen menos posibilidades de ejercer conductas problemáticas debido a los constes percibidos por ejercer dichos comportamientos
Los delincuentes de inicio temprano presentan un menor apego por los maestros y el centro escolar, en comparación con el grupo de inicio en la adolescencia y, en especial, con los no delincuentes.

3. “Hacer novillos”
Farrington, 1989a Farrington, 1995; Robins y Robertson, 1996 Thornberry, 2004
Los jóvenes con mayor índice de absentismo escolar entre los 12 y los 14 años son más propensos a desarrollar conductas violentas en la etapa adulta, así como a estar convictos por delitos violentos
La inasistencia a clase sería un factor que contribuiría a facilitar el paso a la delincuencia al proporcionar oportunidades adicionales para la mala conducta
Los delincuentes de inicio temprano presentan un menor compromiso con los estudios y con la asistencia al colegio, en comparación con el grupo de inicio en la adolescencia y, en especial, con los no delincuentes.

4. Elevada delincuencia y vandalismo en la escuela
Farrington, 1989a Schneider, 1993 Lawrence, 1998 Rutter et al., 2000 Loeber, Keen y Zhang, 1997; Nagin y Tremblay; 1999; Rutter et al., 2000; Raviv et al., 2001; Trianes, 2004
Los jóvenes con altos índices de delincuencia a los 11 años informaban levemente, aunque significativamente, más comportamiento violento que otros jóvenes en la adolescencia y etapa adulta
El vandalismo escolar consiste en agresiones físicas por parte de los alumnos contra profesores o compañeros; violencia contra objetos y cosas de la escuela; violencia entre los propios escolares.
Las amenazas, insultos, intimidación, aislamiento o acoso entre los propios escolares se denomina bullying
La conducta perturbadora, difícil o desafiante y el vandalismo, constituyen importantes precursores de actividades antisociales y criminales posteriores
La conducta perturbadora, difícil o desafiante y el vandalismo en la etapa escolar son predictores de posteriores actividades antisociales y criminales.

5. Traslados del colegio
Maguin et al., 1995.
Los jóvenes que habían tenido más cambios de colegio eran más violentos a los 18 años frente a aquellos que no se habían cambiado.

6. Aspiraciones o preferencias ocupacionales
Hogh y Wolf, 1983.
Los investigadores encontraron que los participantes que mostraban preferencias por trabajos de menor estatus tenían una mayor probabilidad de estar registrados por la policía de Dinamarca por faltas violentas entre los 15 y 22 años.

Relación con el grupo de iguales

 En este apartado se muestra finalmente la relación existente entre la manifestación de conductas antisociales y la existencia de las mismas en grupos similares (hermanos, compañeros y pandillas). Es indudable que el tener hermanos y/o amigos implicados en estas conductas influirá en la conducta de los sujetos expuestos a las mismas (véaseresumen Tabla 3. 7.).

Hermanos delincuentes

 Como ya ha quedado expuesto anteriormente, el que los padres sean criminales es un factor de riesgo para la violencia. Además, ya ha sido comentado cómo el formar parte de una familia numerosa puede influir en la presencia de conductas antisociales (Farrington et al., 1996; Offord, 1982; Rutter y Giller, 1983).
Farrington (1989a) encontró que tener hermanos delincuentes a la edad de 10 años, predecía arrestos por violencia pero no predecía la violencia cuando ésta era autoinformada en la adolescencia y en la adultez. Un 26 % de los chicos del estudio de Cambridge que tenían hermanos delincuentes a la edad de 10 años eran arrestados por violencia frente al 10% del resto de la muestra. Farrington también encontró una asociación positiva entre la frecuencia de los problemas conductuales de los hermanos cuando los sujetos tenían 10 años y posteriores arrestos por violencia.

 Los datos del estudio de Seattle sugieren que la relación entre la delincuencia de los hermanos y la violencia de los sujetos es más fuerte cuando la medida de la delincuencia de los hermanos es más próxima a la medida de la violencia del sujeto y más cercano a la adolescencia (Maguin et al., 1995). Esto puede reflejar los cambios de las influencias que tienen los hermanos durante el proceso del desarrollo. Tal como los amigos delincuentes, los hermanos antisociales y delincuentes, aparentemente, tienen su mayor correlación con la violencia en los sujetos durante la adolescencia. Sorprendentemente, Williams (1994) encontró que la influencia que ejercen los hermanos delincuentes era más fuerte en las chicas que en los chicos.

Parece que el riesgo de delinquir puede estar determinado por el número de hermanos o hermanas delincuentes. Sin embargo, Offord (1982), mostró cómo el riesgo sólo está asociado al número de hermanos y no de hermanas. Rowe y Farrington (1997), encuentran al respecto datos relativamente concordantes.
La asociación se daba más con la delincuencia de los hermanos o hermanas mayores que de los menores y también más con la de los hermanos del mismo sexo que con los del sexo opuesto. Semejantes resultados obtiene el estudio llevado a cabo por Ardelt y Day (2002), donde el tener hermanos mayores delincuentes constituía el factor de riesgo de mayor peso del comportamiento antisocial posterior, aunque también, pero con menor peso, el tener amigos delincuentes.

Compañeros o amigos delincuentes

Mientras que en los años preescolares la familia es el entorno dominante y el colegio pasa a serlo en la posterior infancia y preadolescencia, en la adolescencia, los amigos constituyen la principal fuente de influencia (Catalano y Hawkins, 1996). Así, el grupo de iguales va siendo cada vez más importante a la hora de desarrollar y establecer sus actitudes y normas sociales. Esto es así, tanto en lo positivo (red de apoyo social) como en lo negativo, favoreciendo la delincuencia (Fuchs, Lamnek y Luedtke, 1996; Tillmann et al., 1999).
Ya Sutherland (1939, cit. en Luengo et al., 2002), partiendo de su teoría de la asociación diferencial decía que las conductas desviadas se adquieren en la relación con los grupos más próximos al sujeto, donde se expone a conductas y actitudes de carácter desviado, lo que dará lugar a que interiorice más “definiciones” favorables a la transgresión que “definiciones” favorables a lo convencional.

Parece que los individuos que cometen actos delictivos tienden a tener amigos delincuentes y muchas actividades consideradas antisociales se emprenden junto con otras personas (Reiss, 1988). Así, Otero et al. (1994) constatan que la desviación de los amigos suele ser uno de los factores de riesgo con mayor capacidad de determinación de la conducta antisocial del adolescente.
Ageton (1983), encontró que los adolescentes cuyos amigos no aprobaban los comportamientos delincuentes tenían menor probabilidad de informar haber cometido asaltos sexuales posteriores. Elliott (1994) informó, resultados similares en todas las formas de violencia. El asociarse con pares que desaprueban el comportamiento delincuente podría inhibir la violencia posterior.
Dishion et al. (1995), hallaron en varones de 13 y 14 años de edad que las interacciones positivas con amigos no correlacionan con el comportamiento antisocial. Sin embargo, el tener amigos antisociales correlacionaba positivamente con una mayor probabilidad de ejercer conductas antisociales por parte de los adolescentes. La existencia de amigos antisociales proporcionaría el contexto adecuado para poder realizar conductas coercitivas. Asimismo, el aumento de la probabilidad de ejercer dichas conductas no sería tanto por la observación directa de las mismas sino por la falta de habilidades sociales. Por otra parte, Patterson et al. (1992) señalan que el tener compañeros o amigos antisociales podría estar mediado por una ausencia de supervisión parental, lo que le permitiría al joven permanecer más tiempo bajo su influencia, apareciendo así la relación con la delincuencia futura.

Moffitt (1993) resalta que los amigos delincuentes pueden contribuir en la divulgación de la violencia durante la adolescencia, pero podrían ser menos relevantes en predecir la conducta violenta persistente durante el curso de la vida en aquellos infractores que inician tempranamente su comportamiento agresivo y violento. En la misma dirección, algunos estudios al respecto indican que, aunque las influencias son operativas a todas las edades, son más intensas durante la etapa adolescente (Bartusch, Lynam, Moffitt y Silva, 1997; Thornberry y Krohn, 1997). Estudios recientes confirman estos hallazgos. Laird et al. (2001) muestran que el rechazo temprano de los compañeros influye en la precocidad de la aparición de conductas delictivas, mientras que la asociación con compañeros agresivos es más frecuente en los casos donde se da la aparición más tardía de la delincuencia. Por contra, Thornberry (2004) encuentra que los delincuentes infantiles o de inicio temprano tienden a asociarse más con iguales delincuentes que aquellos que comienzan a desviarse en la adolescencia.

Herrenkohl et al. (2001) también confirman en su estudio que el relacionarse con pares antisociales tendrían grandes y persistentes efectos sobre el comportamiento violente posterior, así como también que la relación con los pares a la edad de 14 años, sería uno de los mediadores más potentes de los factores de riesgo tempranos.
Fergusson, Swain-Campbell y Horwood (2002), recientemente ha encontrado a partir de una investigación longitudinal, que el tener amigos con comportamientos desviados estaba asociado positivamente al ejercicio por parte de sujetos de entre 14 y 21 años de crímenes violentos, crímenes contra la propiedad, abuso de alcohol, abuso de cannabis y dependencia a la nicotina. De la misma forma, Wilmers et al. (2002) encontró en su encuesta con escolares alemanes, que la mayoría de los delitos violentos cometidos autoinformados se daban en aquellos chicos que previamente habían dicho tener amigos desviados, siendo responsables del 54,3% de todos los actos delincuentes violentos informados por los alumnos en 1999. El estudió también señaló que a mayor frecuencia e intensidad de exposición a la violencia intrafamiliar y peor estatus socieconómico, mayor tasa de menores que decían tener amigos desviados.

Pertenencia a bandas

Cairns, Cadwallader, Estell y Neckerman (1997) postularon tres vías fundamentales para referirse a la importancia de las bandas en la comisión de las conductas antisociales: a) representan la reunión de individuos agresivos y dominantes que tienen un papel de control de las redes sociales en las que operan; b) muchos individuos que ingresan en bandas son jóvenes desarraigados y alienados que se escapan de casa y se convierten en personas sin techo; c) algunas bandas operan como prósperos negocios que están edificados sobre el tráfico de drogas ilegales o al menos participan intensamente en él.

En relación a la diferencia que existe entre las bandas y los “simples” grupos de adolescentes antisociales, Klein (1995) señala que las primeras tendrían una mayor identidad y liderazgo. Thornberry (1999) concluyó al respecto que las bandas se diferenciaban de los grupos de coetáneos delincuentes en que tienen una asociación mucho más fuerte con las conductas antisociales y una mayor probabilidad de cometer delitos violentos.

Numeroso estudios con adolescentes han encontrado claras evidencias de la relación que existe entre la manifestación de comportamientos antisociales o desviados y el ser miembro de una banda. Por ejemplo, el pertenecer a una banda se ha relacionado con presentar mayor promiscuidad sexual (Bjerregaard y Smith, 1993; Le Blanc y Lanctot, 1999), mayor consumo de alcohol y drogas (Bjerregaard y Smith, 1993; Cohen, Williamns, Bekelman y Crosse, 1994; Thornberry, Krohn, Lizotte y Chard-Wierschem, 1993), mayor violencia (Friedman, Mann y Friedman, 1975; Le Blanc y Lanctot, 1999), pertenencia de un arma (Bjerregaard y Lizotte, 1995) y más delincuencia general (Curry y Spergel, 1992; Esbensen y Huizinga, 1993; Le Blanc y Lanctot, 1999).

Estudios recientes sugieren que el pertenecer a una banda contribuye a la delincuencia más allá de la mera influencia de tener pares delincuentes (Battin et all, 1997). La investigación también sugiere que está asociado con delitos más serios y violentos en la juventud (Thornberry, 1999). Como se demostró a través de los datos de Seattle, el pertenecer a una banda a los 14 y 16 años predecía comportamientos violentos a los 18 años (Maguin et al., 1995). Así, tres de los estudios longitudinales más importantes llevados a cabo con adolescentes, el de Rochester (Thornberry, 1996), el de Seattle (Hill, Howell, Hawkins y Battin, 1996) y el de Denver (Huizinga, 1997) confirmaron que los jóvenes que presentaban conductas antisociales presentaban mayor probabilidad de pertenecer o ser miembro de una banda, a la vez que participaban en más actos delictivos y violentos.
Thornberry (2004) ha encontrado que los delincuentes infantiles o de inicio temprano tienden más asociarse con iguales delincuentes y a formar parte de bandas, que los que inician su comportamiento antisocial en la adolescencia o los jóvenes no antisociales.

Tabla 3. 7. Resumen de factores de riesgo del grupo de iguales
FACTORES DE RIESGO ESTUDIOS HALLAZGOS EMPÍRICOS
1.    Hermanos delincuentes
Offord, 1982; Rutter y Giller, 1983; Farrington et al., 1996 Farrington, 1989a Offord, 1982; Rowe y Farrington, 1997 Maguin et al., 1995 Ardelt y Day, 2002.
El formar parte de una familia numerosa podría influir en la presencia de conductas antisociales
La delincuencia de los hermanos a los 10 años predice el estar convicto por violencia, pero no la violencia autoinformada en la adolescencia y etapa adulta
El riesgo de mayores conductas antisociales estaba asociado al número de hermanos y no de hermanas.
Además, se vincula más a los hermanos mayores y a los del mismo sexo.
La relación entre la delincuencia de los hermanos y la violencia de los sujetos es más fuerte cuando la medida de la delincuencia de los hermanos es más próxima a la medida de la violencia del sujeto y más cercano a la adolescencia.
El tener hermanos mayores delincuentes constituía el factor de riesgo de mayor peso del comportamiento antisocial posterior, aunque también, pero con menor peso,
el tener amigos delincuentes.
2.    Compañeros delincuentes
Reiss, 1988 Elliot, 1994 Dishion et al., 1995 Thornberry y Krohn, 1997 Fuchs, Lamnek y Luedtke, 1996; Tillmann et al., 1999. Fergusson et al., 2002 Laird et al., 2001 Herrenkohl et al.; 2001 Thornberry, 2004
Los individuos que cometen actos delictivos tienden a tener amigos delincuentes emprendiendo muchas actividades antisociales junto a ellos
Aquellos adolescentes con compañeros desfavorables hacia las conductas delictivas tienen menos probabilidades de cometer delitos violentos
El tener amigos antisociales correlaciona positivamente con una mayor probabilidad de ejercer conductas antisociales por parte de los adolescentes, reflejando una
falta de habilidades sociales. Sin embargo, las interacciones positivas con los amigos no correlacionan con el comportamiento antisocial
Las influencias de los coetáneos son más intensas durante la etapa adolescente
El grupo de iguales va siendo cada vez más importante a la hora de desarrollar y establecer sus actitudes y normas sociales. Esto es así, tanto en lo positivo (red de apoyo
social) como en lo negativo, favoreciendo la delincuencia
El tener amigos con comportamientos desviados se asocia positivamente con ejercen crímenes violentos y contra la propiedad, abuso de alcohol y de cannabis, y dependencia a la nicotina entre los 14 y los 21 años
El rechazo temprano de los compañeros influye en la precocidad de la aparición de conductas delictivas, mientras que la asociación con compañeros agresivos es
más frecuente en los casos donde se da la aparición más tardía de la delincuencia.
El relacionarse con pares antisociales tendrían grandes y persistentes efectos sobre el comportamiento violente posterior
Los delincuentes infantiles o de inicio temprano tienden a asociarse más con iguales delincuentes que aquellos que comienzan a desviarse en la adolescencia.

3.    Las bandas

Cairns et al., 1997 Klein, 1995 Battin et al, 1997 Thornberry, 2003, 2004
Las bandas representan la reunión de individuos agresivos y dominantes que tienen un papel de control de las redes sociales en las que operan., agrupando a jóvenes desarraigados que escapan de casa. Algunas operan como negocios prósperos al ampara del tráfico de drogas y la participación intensa en él
Las bandas se diferencian de los grupos de adolescentes antisociales en que tienen una identidad y liderazgo claros
El pertenecer a una banda contribuye a la delincuencia más allá de la mera influencia de tener pares delincuentes.
El pertenecer a una banda está asociado con delitos más serios y violentos en la juventud.
Como conclusión y tras la revisión efectuada de los factores de riesgo y de protección relacionados con la conducta antisocial, parecen poner de relieve que dichos comportamientos sólo pueden ser entendidos desde una perspectiva multicausal, en la que van a confluir factores de riesgo de diversa índole. Además, dichos factores no son estáticos sino que están en continua interacción, afectándose mútuamente y, afianzando, realimentando y cronificando la conducta antisocial.

No hay comentarios:

Publicar un comentario